Prologuillo
Suele creerse que yo
escribí "Platero y yo" para los niños, que es un libro para niños.
No. En 1913, "La
Lectura", que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que
adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su
"Biblioteca Juventud" Entonces, alterando la idea momentáneamente,
escribí este prólogo:
Advertencia a los
Hombres que lean este libro para niños
Este breve libro, en donde la alegría y
la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, está escrito
para... ¡Qué sé yo para quién!..., para quien escribimos los poetas
líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una
coma. ¡Qué bien!
"Dondequiera que haya niños- dice
Novalis-, existe una edad de oro". Pues por esa edad de oro que es
como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta,
y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no
tener que abandonarla nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de
dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar
de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin
sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del
amanecer!
El Poeta
Madrid, 1914
Madrid, 1914
I - PLATERO
Platero es pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos
escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y
acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las
florecillas rosas, celestes y gualdas.... Lo llamo dulcemente:
"¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se
ríe, en no sé qué cascabeleo ideal....
Come cuanto le doy. Le gustan las
naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos
morados, con su cristalina gotita de miel....
Es tierno y mimoso igual que un niño,
que una niña ... pero fuerte y seco como de piedra. Cuando paso
sobre él los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los
hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan
mirándolo:
--Tiene acero ...
-Tiene acero. Acero y plata de luna, al
mismo tiempo.
I I -
MARIPOSAS BLANCAS
La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas
claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El
camino sube, lleno de sombras, de cansancio y de anhelo. De pronto,
un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la
cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha
miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
- ¿ Ba argo ?
- Vea usted... Mariposas blancas...
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el
seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el
alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los
Consumos...
I I I -
JUEGOS DEL ANOCHECER
Cuando, en el
crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, por la oscuridad
morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres
juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la
cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese
brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un
vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de
comer, se creen unos príncipes.
- Mi padre tié un
reló e plata.
- Y er mío, un
cabayo.
- Y er mío, una
ejcopeta.
Reloj que levantará
a la madrugada, escopeta que no matará el hombre, caballo que
llevará a la miseria...
El corro, luego.
Entre tanta negrura una niña forastera, que habla de otro modo, la
sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en
la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:
Yo soy laaa
viudiiitaa
del Condeee de Oree...
del Condeee de Oree...
... ¡ Sí, sí ! ¡
Cantad, soñad, niños pobres ! Pronto, al amanecer vuestra
adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada
de invierno.
- Vamos Platero...
I
V - EL ECLIPSE
Nos metimos las
manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino
aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar
espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada,
una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo
morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y
algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura
las azoteas ! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de
ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido
del eclipse.
Mirábamos el sol con
todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con
una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el
mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero,
desde la cancela del patio, por sus cristales granas y azules...
Al ocultarse el sol
que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más
grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la
transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como
si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el
pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡ Qué tristes y
qué pequeñas las calles, las plazas, las torre, los caminos de los
montes !
Platero parecía,
allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado;
otro burro...
V -
ESCALOFRÍO
La luna viene con
nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven,
vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamora... Alguien
se esconde, tácito, a nuestro pasar... Sobre el vallado, un almendro
inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una nube
blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de marzo... Un olor
penetrante a naranjas... humedad y silencio... La cañada de las
Brujas...
- ¡ Platero, qué...
frío !
Platero, no sé si
con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y
la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal
se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...
Y trota Platero,
cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a
alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega,
del pueblo que se acerca...
V I - LA MIGA
Si
tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el
a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las
Figuras de cera - el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece
coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa
toda, carne y oro, en su verde elemento
- ; más que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no
tienes más que cuatro años, ¡ eres tan grandote y tan poco fino ! ¿
En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir,
qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas
a cantar, di, el Credo ?
No. Doña Domitila -
de hábito de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el cordón
amarillo, igual que Reyes, el besuguero - , te tendría, a lo mejor,
dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te
daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de
membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el
rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al
hijo del aperador cuando va a llover...
No, Platero, no.
Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se
reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras
lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes
ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con
dos orejas dobles que las tuyas.
V I I -
EL LOCO
Vestido de luto, con
mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño
aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las
viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los
chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos
verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren
detrás de nosotros, chillando largamente.
- ¡ El loco ! ¡ El
loco ! ¡ El loco !
... Delante está el
campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado
añil, mis ojos - ¡ tan lejos de mis oídos !- se abren noblemente,
recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad
armoniosa y divina que vive en el sin fin del horizonte...
Y quedan, allá
lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finalmente,
entrecortados, jadeantes, aburridos...
- ¡ El lo... co ! ¡
El Lo... co !
V I I I
- JUDAS
¡No te asustes,
hombre! ¿ Qué te pasa ? Vamos, quietecito... Es que están matando a
Judas, tonto.
Sí, están matando a
Judas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle de
Enmedio, otro, ahí, en el Pozo del Concejo. Yo los vi anoche, fijos
como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en la
oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón, los sostenía. ¡ Qué
grotescas mescolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de mujer,
de caretas de ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas !
Los perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos,
recelosos, no querían pasar bajo ellos...
Ahora las campanas
dicen, Platero, que el velo del altar mayor se ha roto. No creo que
haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí
llega el olor de la pólvora.
¡ Otro tiro ! ¡ Otro
!
... Sólo que Judas,
hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el
recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su
escopeta cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo, contra el
que tiene su odio, en una superposición de vagos y absurdos
simulacros primaverales.
I X -
LAS BREVAS
Fue el alba
neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos
fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las
grandes higueras centenarios, cuyos troncos grises enlazaban en la
sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la
noche; y las anchas hojas - que se pusieron Adán y Eva- atesoraban
un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda
verdura. Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa,
la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incoloros del
oriente.
... Corríamos,
locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociillo cogió
conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y
palpitaciones. - Toca aquí. Y me ponía mi mano, con la suya, en su
corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda
ola prisionera - . Adela apenas sabía correr, gordinflona y chica, y
se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas
maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que
no se aburriera.
El tiroteo lo
comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y
lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente. Seguimos
Rociillo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los
ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griteró agudo
y sin tregua, que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas
frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya fue él blanco
de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo
tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en
todas direcciones, como una metralla rápida.
Un doble reír, caído
y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.
X -
¡ÁNGELUS!
Mira, Platero, qué
de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas, sin
color... Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me
llenan de rosas la frente, los hombros, las manos...¿ Qué haré yo
con tantas rosas ? ¿ Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda
flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje
y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste - más rosas, más
rosas- , como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de
rodillas ?
De las siete
galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual en
una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la
torre, en el tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace,
con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas...
Parece, Platero,
mientras suena el ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza
cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y
más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las
estrellas, que se encienden ya entre las rosas... Más rosas... Tus
ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son
dos bellas rosas.
X I - EL
MORIDERO
Tú, si te mueres
antes que yo, no irás Platero mío, en el carrillo del pregonero, a
la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como
los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no
tienen quien que quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus
costillas por los cuervos - tal la espina de un barco sobre el ocaso
grana- , el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a
la estación de San Juan, en el coche de las seis; ni, hinchado y
rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños
que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta,
cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al
otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo,
Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto
de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida
alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus
sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me
traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal y
el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo
el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones te pondrán, el
la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño
tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer.
X I I -
LA PÚA
Entrando, en la dehesa de los Caballos, Platero
ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿ qué te pasa ?
Platero ha dejado la mano derecha un poco
levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar
casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del
viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la
ranilla roja.
Una púa larga y verde, de naranjo sano, está
clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido
del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al
pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente
la lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo
delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la
espalda.
X I I I
- GOLONDRINAS
Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha,
en su nido gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido
respetado siempre.
Está la infeliz
como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las pobres golondrinas,
como se equivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose en
su cobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la
coquetería de levantarse este año más temprano, pero ha tenido que
guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado
de marzo.
¡ Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosa
vírgenes del naranja !
Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas
se las oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo
saludan y lo curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado
gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en África, sus
dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en
las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de
otras noches con estrellas ...
No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas,
como andan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se
atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea recta
con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni
a ponerse en los alambres del telégrafo, que el norte hace zumbar,
en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos...
¡
Se van a morir de frío, Platero !
X I V -
LA CUADRA
Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un
transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro
en la plata blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo,
vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo viejo
llueve claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre las patas de
Platero, viene a mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho,
anhelando lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto
del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un
lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero,
que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado
rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.
Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del
cenit, me voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel
idilio. Luego, subiéndome a una piedra, miro al campo.
El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y
soñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena,
dejada y dulce, una campana.
X V - EL
POTRO CASTRADO
Era negro, con tornasoles granas, verdes y
azules, todo de plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus
ojos nuevos rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de
Ramona, la castañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo de su
trote corto, cuando de la Friseta de arena, entraba, campeador, por
los adoquines de la calle Nueva ! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué
agudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos !
Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más
negro que él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo
deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.
Después, saltando el tronco de pino, umbral de la
puerta, invadió de alegría el corral verde y de estrépito de
gallinas, palomos y gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres,
cruzados los velludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo
llevaron bajo la pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa
un punto, ciega luego, lo tiraron sobre el estiércol y, sentados
todos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a su
luctuosa y mágica hermosura.
Thy unus'd beauty must be tomb'd
with thee,
Which used, lives th'executor to be,- dice Shakespeare a su amigo.
Which used, lives th'executor to be,- dice Shakespeare a su amigo.
... Quedó el potro, hecho caballo, blando,
sudoroso, extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y tapándolo
con una manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.
¡ Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido !
Iba como un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la
tierra, que entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo
aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol desarraigado, cual
un recuerdo, en la mañana violenta, entera y redonda de Primavera.
¡ Qué encanto siempre, Platero, en mi niñez, el
de la casa de enfrente a la mía ! Primero, en la calle de la Ribera,
la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al sur, dorado
siempre de sol, desde donde yo miraba Huelva, encaramándome en la
tapia.
Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija
de Arreburra, que entonces me parecía una mujer y que ahora, ya
casada, me parece como entonces, me daba azamboas y besos...
Después, en la calle Nueva - luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez- ,
la casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con
sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la pita de su patio
cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con fajas de
azul marino las puertas de su zaguán, que venía, a veces, a mi casa,
y mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del olivar... ¡
Cuántas sueños le ha mecido a mi infancia, esa pobre pimienta que,
desde mi balcón, veía yo, llena de gorriones, sobre el tejado de don
José ! - Eran dos pimientas, que no uní nunca: una, la que veía,
copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la que veía en el
corral de don José, desde su tronco...
Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada
cambio leve de cada día o de cada hora, ¡ qué interés, qué atractivo
tan extraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi
balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente.
X V I I
- EL NIÑO TONTO
Siempre
que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto a la
puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los
otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don
de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de
ver; todo para su madre, nada para los demás.
Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal
viento negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el
solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta,
que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por él a la mariposa
gallega:
Volvoreta d'aliñas douradas...
Ahora que viene la primavera, pienso en el niño
tonto, que desde la calle de San José se fue al cielo. Estará
sentado en su sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con su
ojos, abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos.
X V I I
I - LA FANTASMA
La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya
fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era
vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina
al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y
cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la
salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un
farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella
de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba
espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al
mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud
sensual...
Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de
septiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora,
como un corazón malo, descargando agua y pierda entre la
desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el
aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos - el coche
de las nueve, las ánimas, el cartero- habían ya pasado... Fui,
tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un
relámpago, vi el eucalipto de las Velarde - el árbol del cuco, como
le decíamos, que cayó aquella noche- , doblado todo sobre el tejado
de alpende...
De pronto, un espantoso ruido seco, como la
sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa.
Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente
del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni
sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los
ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros
sitios.
Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas
nubes enormes que se rajaban de abajo a arriba, encendía de blanco
en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord
iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos...
Platero; abajo ya, junto a la flor de noche que,
mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de
fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por
el rayo.
X I X -
PAISAJE GRANA
La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado,
herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera.
A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las
hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el
instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero,
granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de
aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en
los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay
por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de
sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo
trastorna y lo hace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada
instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se
prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad,
es infinita, pacífica, insondable...
- Anda, Platero...
Estábamos jugando con Platero y con el loro, en
el huerto de mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven,
desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de
llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me había suplicado:
- Zeñorito: ¿ ejtá ahí eze médico ?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos,
que, a cada instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin,
varios hombres que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador
furtivo de esos que cazan venados en el coto de Doñana. La escopeta,
una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había
reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo se
llegó, cariñoso, al herido, le levantó unos míseros trapos que le
habían puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos y músculos.
De vez cuando me decía:
- Ce n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a
marisma, a brea, a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el
poniente rosa, sus apretados terciopelos de esmeralda. En una lila,
lila y verde, el loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con
sus ojitos redondos.
Al pobre cazador se le llenaban de sol las
lágrimas saltadas; a veces, dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:
- Ce n'est rien...
Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...
El pobre hombre:
- ¡ Aaaay !
Y el loro, entre las lilas:
- Ce n'est rien.. Ce n'est rien...
X X I -
LA AZOTEA
Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No
puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho, cuando al
salir a ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno
quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo
del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se
da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de
las nubes.
¡ Qué encanto el de la azotea ! Las campanas de
la torre están sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro
corazón, que late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los
azadones, con una chispa de plata y sol; se domina todo; las otras
azoteas, los corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada uno
en lo suyo - el sillero, el pintor, el tonelero- ; las manchas de
arbolado de los corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, a
donde a veces, llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido
entierro de tercera; ventanas con una muchacha en camisa que se
peina, descuidada, cantando; el río, con un barco que no acaba de
entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el cornetín, o
donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las
suyas...
La casa desaparece como un sótano. ¡ Qué extraña,
por la montera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las
palabras, los ruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú,
Platero, bebiendo en el pilón, sin verme, o jugando, como un tonto,
con el gorrión o la tortuga !
X X I I
- RETORNO
Veníamos los dos, cargados, de los montes:
Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo que en el
poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata, una
alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto
cielo fue cual un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo
volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de
refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora pura,
un aspecto monumental !. Parecía, de cerca, como una Giralda vista
de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera,
encontraba en ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿ adónde ?, ¿ de qué ?, ¿ para qué
?... Pero los lirios que venían conmigo olían más en la frescura
tibia de la noche que se entraba; olían con un olor más penetrante
y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la
flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la
sombra solitaria.
- ¡ Alma mía, lirio en la sombra ! - dije. Y
pensé, de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo de mí, se
me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
X X I I
I - LA VERJA CERRADA
Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo
daba la vuelta por la pared de la calle de San Antonio y me venía a
la verja cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los hierros y
miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos ansiosamente, cuanto
mi vista podía alcanzar. De su mismo umbral gastado y perdido entre
ortigas y malvas, una vereda sale y se borra, bajando, en las
Angustias. Y, vallado suyo abajo, va un camino ancho y hondo por el
que nunca pasé...
¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de
hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella
se veían ! Era como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran
de lo demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verja
cerrada... Y se veía la carretera, con su puente y sus álamos de
humo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores
de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle de Riotinto, y el
eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado ocaso
último...
Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no
tenía llave... En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento
sin cauce, la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los
campos más maravillosos... Y así como una vez intenté, fiado en mi
pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces, con
la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía
mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad...
X X I V
- DON JOSÉ, EL CURA
Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero
la que, en realidad, es siempre angélica, es su burra, la señora.
Creo que lo viste un día en su huerta, calzones
de marinero, sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a los
chiquillos que le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, los
viernes, al pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los caminos
la quebradura, que parece el globo del circo, hasta el pueblo, para
vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los
muertos de los ricos...
Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover
con sus juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin
duda, o al menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo
está allí cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el viento, la
candela, todo esto tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro,
tan vivo, parece que son para él ejemplo de desorden, de dureza, de
frialdad, de violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del
huerto reposan la noche en otro sitio, disparadas, en furiosa
hostilidad, contra pájaros y lavanderas, niños y flores.
A la oración, se trueca todo. El silencio de don
José se oye en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo y
sombrero de teja, y casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro,
sobre su burra lenta, como Jesús en la muerte...
X X V -
LA PRIMAVERA
¡ Ay, qué relumbres y olores!
¡ Ay, cómo ríen los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
¡ Ay, cómo ríen los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
En mi duermevela matinal, me malhumora una
endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más,
me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la
ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los
pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día
azul. ¡ Libre concierto de picos, fresco y sin fin ! La golondrina
riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la
naranja caída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en
chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del
eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten
desaforadamente.
¡ Cómo está la mañana ! El sol pone en la tierra
su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por
todas partes, entre las flores, por la casa - ya dentro, ya fuera- ,
en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en
crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal
de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa
encendida.
X X V I
- EL ALJIBE
Míralo; está lleno de las ultimas lluvias,
Platero. No tiene eco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando está
bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los cristales
amarillos y azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo sí;
bajé cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, y
luego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que llevaba
se me apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos
terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se cruzaran
como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo está socavado
de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el del patio
del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El
mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el brocal esculpido en
una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de la Iglesia va
hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo, junto al río.
La que sale del Hospital nadie se ha atrevido a seguirla del todo,
porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de
lluvia, en que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda que
caía, de la azotea, en el aljibe... Luego, a la mañana, íbamos,
locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta
la boca, como está hoy, ¡ qué asombro, qué gritos, qué admiración !
... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo
de esta agua pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vez
Villegas, el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del
coñac y del aguardiente...
X X V I
I - EL PERRO SARNOSO
Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del
huerto. El pobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a
las pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba
otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo
salía, el guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la
escopeta, disparó contra él. No tuvo tiempo de evitarlo. El mísero,
con el tiro el las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en un
redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo un acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la
cabeza. Diana, temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El
guarda, arrepentido quizás, daba largas razones no sabía a quién,
indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un velo
parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que
nubló el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos
lloraban, más reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo
silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro,
sobre el perro muerto.
X X V I
I I - REMANSO
Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado
tierno, si lo prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso bello,
que no veo hace tanto años...
Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le
alumbra la honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste
frescura de la orilla contemplan extasiados... Son escaleras de
terciopelo, bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos
los aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la
desbordada imaginación de un pintor interno; jardines venustianos
que hubiera creado la melancolía permanente de una ruina loca de
grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquel que vi en aquel
mar de la tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el agua
baja... Y más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil pudiera
robar, tirando a la belleza fugitiva de su túnica infinita, al
cuadro recordado de una hora de primavera con dolor, en un jardín de
olvido que no existiera del todo... Todo pequeñito, pero inmenso,
porque parece distante; clave de sensaciones innumerables, tesoro
del mago más viejo de la fiebre...
Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así
me lo sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas
exuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió, abriéndole
su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo puro, limpio y
fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la más abierta
dorada y caliente hora de abril.
A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me
lo trae a su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo deja
encantado, fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, «por
endulzar su pena», como Hylas a Alcides en el idilio de Chénier, que
ya te he leído, con una voz «desentendida y vana»...
X X I X
- IDILIO DE ABRIL
Los niños han ido con Platero al arroyo de los
chopos, y ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risas
desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo les
ha llovido - aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus
hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira de llanto,
el arco iris- . Y sobre la empapada lana del asnucho, las
campanillas mojadas gotean todavía.
¡ Idilio fresco, alegre, sentimental ! ¡ Hasta
el rebuzno de Platero se hace tierno bajo la dulce carga llovida !
De cuando en cuando, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su
bocota alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un
momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la
barrigota cinchada. ¡ Quién, como tú, Platero, pudiera comer
flores..., y que no le hicieran daño !
¡ Tarde equívoca de abril !... Los ojos
brillantes y vivos de Platero copian toda la hora de sol y lluvia en
cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada,
otra nube rosa.
X X X -
EL CANARIO VUELA
Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué,
voló de su jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una
muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera
de hambre o de frío, o de que se lo comieran los gatos.
Anduvo toda la mañana entre los granados del
huerto en el pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron,
toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en los
breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba
junto a los rosales, jugando con una mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la
casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol
que declinaba.
De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué,
apareció en la jaula, otra vez alegre.
¡ Qué alborozo en el jardín ! Los niños saltaban,
tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca,
los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero,
contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo,
hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y
poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave...
X X X I
- EL DEMONIO
De pronto, con un duro y solitario trote,
doblemente sucio en una alta nube de polvo, aparece, por la esquina
del Trasmuro, el burro. Un momento después, jadeantes, subiéndose
los caídos pantalones de andrajos, que les dejan fuera las oscuras
barrigas, los chiquillos, tirándole rodrigones y pierdas...
Es negro, grande, viejo, huesudo - otro
arcipreste- , tanto, que parece que se le va a agujerear la piel sin
pelo por doquiera.
Se para y, mostrando unos dientes amarillos, como
habones, rebuzna a lo alto ferozmente, con una energía que no cuadra
a su desgarbada vejez... ¿ Es un burro perdido ? ¿ No lo conoces,
Platero ? ¿ Qué querrá ? ¿ De quién vendrá huyendo, con ese trote
desigual y violento ?
Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas
orejas con una sola punta, se las deja luego una en pie y otra
descolgada, y se viene a mí, y quiere esconderse en la cuneta, y
huir, todo a un tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un
rozón, le tira la albarda, lo huele, rebuzna contra el muro del
convento y se va trotando, Trasmuro abajo...
... Es en el calor, un momento extraño de
escalofrío - ¿ mío, de Platero ?- en el que las cosas parecen
trastornadas, como si la sombra baja de un paño negro ante el sol
ocultarse, de pronto, la soledad deslumbradora del recodo del
callejón, en donde el aire, súbitamente quieto, asfixia... Poco a
poco, lo lejano nos vuelve a lo real. Se oye, arriba, el vocerío
mudable de la plaza del Pescado, donde los vendedores que acaban de
llegar de la Ribera exaltan sus asedías, sus salmonetes, sus brecas,
sus mojarras, sus bocas; la campana de vuelta, que pregona el sermón
de mañana; el pito del amolador...
Platero tiembla aún, de vez en cuando, mirándome,
acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedado los dos, sin
saber por qué...
- Platero; yo creo que ese burro no es un
burro...
Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un
solo temblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia,
hosca y bajamente...
X X X I
I - LIBERTAD
Llamó mi atención, perdida por las flores de la
vereda, un pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde,
abría sin cesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo
delante, Platero detrás. Había por allí un bebedero umbrío, y unos
muchachos traidores le tenían puesta una red a los pájaros. El
triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando, sin querer,
a sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul.
Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que
venía y se alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero que
ondulaba las copas. ¡ Pobre concierto inocente, tan cerca del mal
corazón !
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas,
subimos, en un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría
cúpula frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado,
rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos y
sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron a
otro pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los
chiquillos violentos, rozaba su cabezota peluda contra mi corazón,
dándome las gracias hasta lastimarme el pecho.
X X X I
I I - LOS HÚNGAROS
Míralos, Platero, tirados en todo su largor, cómo
tienden los perros cansados el mismo rabo, en el sol de la acera.
La muchacha, estatua de fango, derramada su
abundante desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de
lanas granas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos,
negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos
toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. El chiquillo
se orina en su barriga como una fuente en su taza, llorando por
gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña, murmurando, y
éste las costillas, como si tocase una guitarra.
De vez en cuando, el hombre se incorpora, se
levanta luego, se va al centro de la calle y golpea con indolente
fuerza el pandero, mirando un balcón. La muchacha, pateada por el
chiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, una desentonada
monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de punto,
sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a buscar entre
los chinos de la cuenta uno más blando.
Las tres... El coche de la estación se va, calle
Nueva arriba.
El sol, solo.
- Ahí tienes, Platero, el ideal de familia de
Amaro... Un hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una
parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza,
y un mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a
todos, cogiéndose las pulgas...
X X X I
V - LA NOVIA
El claro viento del mar sube por la cuesta roja,
llega al prado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas
blancas; después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece,
hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telarañas celestes,
rosas, de oro...
Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el
viento ¡ dan un blando bienestar al corazón !
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se
dijera que no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a la
colina. A lo lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra,
entre los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los
prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata en
mata.
Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas.
De pronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices,
replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes habichuelas
de sus dientes amarillos.
Está respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda
esencia que debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra
colina, fina y gris sobre el cielo azul, a la amada. Y dobles
rebuznos, sonoros y largos, desbaratan con su trompetería la hora
luminosa y caen luego en gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de
mi pobre Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como
él, con sus ojazos de azabache cargados de estampas... ¡ Inútil
pregón misterioso, que ruedas brutalmente, como un instinto hecho
carne libre, por las margaritas !
Y Platero trota indócil, intentando a cada
instante volverse, con un reproche en su refrenado trotecillo
menudo:
- Parece mentira, parece mentira, parece
mentira...
X X X V
- LA SANGUIJUELA
Espera. ¿ Qué es eso, Platero ? ¿ Qué tienes ?
Platero está echando sangre por la boca. Tose y
va despacio, más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al pasar
esta mañana por la fuente de Pinete, Platero estuvo bebiendo en
ella. Y, aunque siempre bebe en lo más claro y con los dientes
cerrados, sin duda una sanguijuela se le ha agarrado a la lengua o
al cielo de la boca...
- Espera, hombre. Enseña...
Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por
allí del Almendral, y entre los dos intentamos abrirle a Platero la
boca.
Pero la tiene como trabada con hormigón romano.
Comprendo con pena que el pobre Platero es menos inteligente de lo
que yo me figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo parte en
cuatro y procura atravesarle un pedazo a Platero entre las
quijadas... No es fácil la empresa. Platero alza la cabeza al cenit
levantándose sobre las patas, huye, se revuelve... Por fin, en un
momento sorprendido, el palo entra de lado en la boca de Platero.
Raposo se sube en el burro y con las dos manos tira hacia atrás de
los salientes del palo para que Platero no lo suelte.
Si, allá adentro tiene, llena y negra, la
sanguijuela. Con dos sarmientos hechos tijera se la arranco...Parece
un costalillo de almagra o un pellejillo de vino tinto; y, contra el
sol, es como el moco de un pavo irritado por un paño rojo. Para que
no saque sangre a ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que en
un momento tiñe de la sangre de Platero la espumela de un breve
torbellino...
X X X V
I - LAS TRES VIEJAS
Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a
dejar que pasen esas pobres viejas...
Deben venir de la playa o de los montes. Mira.
Una es ciega y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver
a dos Luís, el médico, o al hospital... Mira qué despacito andan,
qué cuido, qué mesura ponen las dos que ven en su acción. Parece que
las tres temen a la misma muerte. ¿ Ves cómo adelantan las manos
cual para detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, con
mimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor, Platero ?
Que te caes, hombre... Oye qué lamentables
palabras van diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de
lunares y volantes. ¿ Ves ? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la
edad, su esbeltez. Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el
polvo con sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las
acompaña, como un recuerdo seco y duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡ Con qué confianza
llevan la vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que hace
florecer de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso
sol !
X X X V
I I - LA CARRETILLA
En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado
hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla,
perdida toda bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota y
sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su
pechillo en flor al borricuelo, más pequeño ¡ ay ! y más flaco que
Platero. Y el borriquillo se despechaba contra el viento,
intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito
sollozante de la chiquilla. Era vano su esfuerzo, como el de los
niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano
que se caen, en un desmayo, entre las flores.
Acaricié a Platero y, como puede, lo enganché a
la carretilla, delante del borrico miserable. Le obligué, entonces,
con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y
rucio del atolladero, y les subió la cuesta.
¡ Qué sonreír el de la chiquilla ! Fue como si el
sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubes de
agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus
tiznadas lágrimas.
Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas
naranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y le di
una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como
premio áureo.
X X X V
I I I - EL PAN
Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el
vino, ¿verdad ? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que
un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en
torno - ¡ oh sol moreno !- como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo
entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo el
pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un gran
pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en el
queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo, en
el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la esperanza,
o con una ilusión...
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se
paran en cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan: "¡ El
panaderooo !"... Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones que,
al caer en los canastos que brazos desnudos levantan, chocan con los
bollos, de las hogazas con las roscas...
Y los niños pobres llaman, al punto, a las
campanillas de la cancelas o a los picaportes de los portones, y
lloran largamente hacia adentro: ¡ Un poquiiito paaan !...
X X X I
X - AGLAE
¡ Qué reguapo estás hoy, Platero ! Ven aquí... !
Buen jaleo te ha dado esta mañana la Macaria ! Todo lo que es blanco
y todo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como la
noche después de la lluvia. ¡ Qué guapo estás, Platero !
Platero, avergonzado un poco de verse así, viene
a mí, lento, mojado aún de su baño, tan limpio que parece una
muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en
ella sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las
Gracias les hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal,
le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago
cosquillas... él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las
orejas, sin irse, o se liberta, en breve correr, para pararse de
nuevo en seco, como un perrillo juguetón.
- ¡ Qué guapo estás, hombre ! - le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño pobre que
estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida
con el regocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unas
campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad y de hermosura,
apoyada en el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de
gorriones, mira la escena sonriendo, casi invisible en la
transparencia del sol matinal.
X L - EL
PINO DE LA CORONA
Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro
bajo el pino de la Corona. A donde quiera que llego - ciudad, amor,
gloria- me parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el
gran cielo azul de nubes blancas. Es el faro rotundo y claro en los
mares difíciles de mi sueño, como lo es de los marineros de Moguer
en las tormentas de la barra; segura cima de mis días difíciles, en
lo alto de su cuesta roja y agria, que toman los mendigos, camino de
Sanlúcar.
¡ Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su
recuerdo !
Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de
ser grande, lo único que ha sido mayor cada vez. Cuando le cortaron
aquella rama que el huracán le tronchó, me pereció que me habían
arrancado un miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor me coge de
improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.
La palabra magno le cuadra como al mar, como al
cielo y como a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han
descansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajo el
cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido de mis
pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan donde quieren, o
en estos instantes en que hay cosas que se ven cual en una visión
segunda y a un lado de lo distinto, el pino de Colona, transfigurado
en no sé qué cuando de eternidad, se me presenta, más rumoroso y más
gigante aún, en la duda, llamándome a descansar a su paz, como el
término verdadero y eterno de mi viaje por la vida.
X L I -
DARBÓN
Darbón, el médico de Platero, es grande como el
buey pío, rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él,
tres duros de edad.
Cuando habla, le faltan notas, cual a los pianos
viejos; otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire.
Y estas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza,
de manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres de
garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un
amable concierto para antes de le cena.
No le queda muela ni diente y casi sólo come
migajón de pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡ a
la boca roja ! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego otra
bola, y otra.
Masca con las encías, y la barba le llega,
entonces, a la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta
del banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con
Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo
toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y duración
él no puede regular, y que acaba siempre en llanto.
Luego, ya sereno, mira largamente del lado del
cementerio viejo:
- Mi niña, mi pobrecita niña...
X L I I
- EL NIÑO Y EL AGUA
En
la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento
que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su
blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en grupo franco y
risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo árbol, el
corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos repiten
escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz: Oasis.
Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra
sierra su olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño
en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en
el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la
palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos
negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se rasca
aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio, igual
siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño se
recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese latido
de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan
sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida forma
primera.
- Platero, no sé si entenderás o no lo que te
digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma.
X L I I
I - AMISTAD
Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y
él me lleva siempre adonde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona,
me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo al
través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla
que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta
ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su
bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro,
sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables
espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el
camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo.
Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar... él comprende bien que lo
quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a
los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente
apasionada.
De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta
huye de los burros y de los hombres...
X L I V
- LA ARRULLADORA
La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual
una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios
prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una
teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un
sol por dentro. En la paz brillante, se oye el hervor de la olla que
cuece en el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría
del viento del mar en la maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Mi niiiño se va a dormiii
en graaacia de la Pajtoraaa...
en graaacia de la Pajtoraaa...
Pausa. El viento en las copas...
... y pooor dormirse mi niñooo,
se duermeee la arruyadoraaa...
se duermeee la arruyadoraaa...
El viento... Platero, que anda, manso, entre los
pinos quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierra
fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.
X L V -
EL ÁRBOL DEL CORRAL
Este árbol, Platero, esta acacia que yo mismo
sembré, verde llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y
que ahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de
sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor
sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de esmeralda
por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con mirarla un
punto, mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué
grácil, qué bonita era ! Hoy, Platero, es dueña casi de todo el
corral. ¡ Qué basta se ha puesto ! No sé si se acordará de mí. A mí
me parece otra. En todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual
que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año,
a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol
puesto por mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos,
nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado
tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver,
Platero. Es triste; más es inútil decir más. No,
no puedo mirar ya en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira
colgada. La rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación
interna de la copa el pensamiento. Y aquí, a donde tantas veces vine
de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa,
estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de
la botica o del teatro, Platero.
X L V I
- LA TÍSICA
Estaba derecha en una triste silla, blanca la
cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría
alcoba. Le había mandado el médico salir al campo, a que le diera el
sol de aquel mayo helado; pero la pobre no podía.
- Cuando yego ar puente - me dijo- , ¡ ya v'usté,
zeñorito, ahí ar lado que ejtá !, máhogo...
La voz pueril, delgada y rota, se le caía,
cansada, como se cae, a veces, la brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Plateo para que diese un paseíto.
Subida en él, ¡ qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos
negros y dientes blancos !
... Se asomaban las mujeres a las puertas a
vernos pasar.
Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba
encima un frágil lirio de cristal fino. La niña, con su hábito
cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de grana, transfigurada
por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba el
pueblo, camino del cielo del sur.
X L V I
I - EL ROCÍO
Platero - le dije- ; vamos a esperar las
Carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio
del pinar de las ánimas, la frescura de las Madres y de los Frenos,
el olor de la Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a
las muchachas por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de
cal se moría, en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde.
Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve
todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave
llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas, de una pasajera nube
malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos
ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de
novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba,
volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido.
Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y
trastornado.
Detrás, las carretas, como lechos, colgadas de
blanco, con las muchachas, morenas, duras y floridas, sentadas bajo
el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos,
más burros... Y el mayordomo - ¡ Viva la Virgen del Rocíoooo ! ¡Vivaaaaa
!- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de
oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos
grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de
colorinas y espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol
mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el Sin
Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor, como
un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y
los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las
pierdas...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una
mujer, se arrodilló - ¡ una habilidad suya !- , blando, humilde y
consentido.
X L V I
I I - RONSARD
Libre ya Platero del cabestro, y paciendo entre
las castas margaritas del pradecillo, me ha echado yo bajo un pino,
he sacado de la alforja moruna un breve libro, y, abriéndolo por una
señal, me he puesto a leer en alta voz:
Comme on voit sur la blanche au mois de maii la rose
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un
leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima suspirante,
de oro. Entre vuelo y gorjeo, se oye el partirse de las semillas que
el pájaro se está almorzando.
... jaloux de sa vive couleur,
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una
proa viva, sobre mi hombro... Es Platero, que, sugestionado, sin
duda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo.
Leemos:
... vive couleur,
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa
la palabra, con una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante de su soneto «Quand
en songeant ma follatre j'accolle»..., se debe haber reído en el
infierno...
X L I X
- EL TÍO DE LAS VISTAS
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la
calle el seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada
tiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo...
Los chiquillos gritan: ¡ El tío de las vistas ! ¡ Las vistas ! ¡ Las
vistas !
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro
banderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al sol. El
viejo toca el tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos
en el bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco,
llega otro corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se
adelanta, pone sus ojos en la lente...
- ¡ Ahooora se verá... al general Prim... en su
caballo blancoooo... ! - dice el viejo forastero con fastidio, y
toca el tambor.
- ¡ El puerto... de Barcelonaaaa... ! - y más
redoble.
Otros niños van llegado con su perra lista, y la
adelantan al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a
comprar su fantasía. El viejo dice:
- ¡ Ahooora se verá... el castillo de la
Habanaaaa ! - y toca el tambor.
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de
enfrente a ver las vistas, mete su cabezota por entre las de los
niños, por jugar.
El viejo, con un súbito buen humor, le dice: ¡
Venga tu perra !
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas,
mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora...
L - LA
FLOR DEL CAMINO
¡ Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del
camino ! Pasan a su lado todos tropeles - los toros, las cabras, los
potros, los hombres- , y ella, tan tierna y tan débil, sigue
enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de
impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos
el atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene su lado un
pajarillo, que se levanta - ¿ por qué ?- al acercarnos; o está
llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya
consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su
recuerdo podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu
primavera, como una primavera de mi vida... ¿ Qué le diera yo al
otoño, Platero, a cambio de esta flor divina, para que ella fuese,
diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la nuestra ?
L I -
LORD
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía.
Yo se las he enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en
ella.
Pues éste es Lord, Platero, el perrillo
foxterrier de que a veces te he hablado. Míralo. Está ¿ lo ves ? en
un cojín de los del patio de mármol, tomando, entre las macetas de
geranios, el sol de invierno.
¡ Pobre Lord ! Vino de Sevilla cuando yo estaba
allí pintando.
Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno
como un muslo de dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca
de la caño.
Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques
negros. Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades de
sentimientos de nobleza. Tenían vena de loco. A veces, sin razón, se
ponía a dar vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de
mármol, que en mayo lo adornan todo, hojas, azules, amarillas de los
cristales traspasados del sol de la montera, como los palomos que
pinta don Camilo... Otras se subía a los tejados y promovía un
alboroto piador en los nidos de los aviones... La Macaria lo
enjabonaba cada mañana y estaba tan radiante siempre como las
almenas de la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre, pasó toda la noche
velándolo junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala, se
echó a los pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni
beber...
Vinieron a decir un día mi casa que un perro
rabioso lo había mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del
Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejilla cuando
se lo llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero,
igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobre pasando
su nada con la exaltada intensidad de su doloroso sentimiento...
Cada vez que un sufrimiento material me punza el corazón, surge ante
mí, larga como la vereda de la vida a la eternidad, digo, del arroyo
al pino de la Corona, la mirada que Lord dejó en él para siempre
cual una huella macerada.
L I I -
EL POZO
¡ El pozo !... Platero, ¡ qué palabra tan honda,
tan verdinegra, tan fresca, tan sonora ! Parece que es la palabra la
que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal.
Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con
verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más
abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un
palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su
quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin. (La noche entra, y
la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas.
¡ Silencio ! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el
pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado
del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la
noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡ Oh laberinto quieto
y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado !)
- Platero, si algún día me echo a este pozo, no
será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo
sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
L I I I
- ALBÉRCHIGOS
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve
estrechez, violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre, tapa
de su fin, negra y desconchada de esta parte del sur por el
constante golpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro.
El niño, hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído
sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrana que le da
coplas y coplas bajas:
... con grandej fatiguiiiyaaa
yo je lo pedíaaa...
yo je lo pedíaaa...
Suelto, el burro mordisquea la escasa yerba sucia
del callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De
vez en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle
verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas piernecillas
terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y, ahuecando la
voz con la mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser
niño en la e:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Luego, cual si la venta le importase un bledo -
como dice el padre Díaz- , torna a su ensimismado canturreo gitano:
... yo a ti no te cuurpooo,
ni te curparíaaa...
ni te curparíaaa...
Y le da varazos a las piedras, sin saberlo...
Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda
conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que
corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un
repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la
corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte, pueblo
arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae sobre los
tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente
cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales
en su solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y
a su grito:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y
husmea y topa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué
movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos
blancos...
- Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su
burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de albérchigos..., ¡
ea !
L I V -
LA COZ
Íbamos, cortijo de Montemayor, al herradero de
los novillos.
El patio empedrado, ombrío bajo el inmenso y
ardiente cielo azul de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar de
los alegres caballos pujantes, del reír fresco de las mujeres, de
los afilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un
rincón, se impacientaba.
- Pero, hombre - le dije- , si tú no puedes venir
con nosotros; si eres muy chico...
Se ponía tan loco, que le pedí al Tonto que se
subiera en él y lo llevara con nosotros.
... Por el campo claro, ¡ qué alegre cabalgar !
Estaban las marismas risueñas de oro, con el sol en sus espejos
rotos, que doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote
duro de los caballos, Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que
necesitaba multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su
rodar menudo, para no quedarse solo con el Tonto en el camino. De
pronto, sonó como un tiro de pistola. Platero le había rozado la
grupa a un fino potro tordo con su boca, y el potro le había
respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi a
Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una
espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto
que se lo llevara a casa.
Se fueron los dos, lentos y tristes, por el
arroyo seco que baja del pueblo, tornando la cabeza al brillante
huir de nuestro tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a
Platero, me lo encontré mustio y doloroso.
- ¿ Ves - le suspiré- que tú no puedes ir a
ninguna parte con los hombres ?
L V -
ASNOGRAFÍA
Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice,
irónicamente, por descripción del asno. ¡ Pobre asno ! ¡ Tan bueno,
tan noble, tan agudo como eres ! Irónicamente... ¿ Por qué ? ¿ Ni
una descripción seria mereces, tú, cuya descripción cierta sería un
cuento de primavera ? ¡ Si al hombre que es bueno debieran decirle
asno ! ¡ Si al asno que es malo debieran decirle hombre !
Irónicamente... De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño,
del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la
luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de
los prados...
Platero, que sin duda comprende, me mira
fijamente con sus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que
el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo
firmamento verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica
supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres
que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él ! Y he puesto al
margen del libro: ASNOGRAFÍA, sentido figurado: Se debe decir, con
ironía, ¡ claro está !, por descripción del hombre imbécil que
escribe Diccionarios.
L V I -
CORPUS
Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del
huerto, las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los
Arroyos, conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco
pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y estruendoso
subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona metaleria de
la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra,
verdea toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas
de damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde
hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas casas,
en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos,
que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de los
cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la
procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los panaderos,
cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San Telmo, Patrón de
los marineros, con su navío de plata en las manos; la bandera
gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores, con su yuntita de
bueyes; y más banderas de más colores, y más Santos, y luego, Santa
Ana, dando lección a la Virgen niña, y San José, pardo, y la
Inmaculada, azul... Al fin, entre la guardia civil, la Custodia,
ornada su calada platería, despaciosa en su nube celeste de
incienso.
En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín
andaluz de los salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que
viene por la calle del Río, en la cargazón de oro viejo de las
dalmáticas y las capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre
escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las
palomas tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida...
Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y
su mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el
latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro
misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero,
se le diviniza...
L V I I
- PASEO
Por los hondos caminos del estío, colgados de
tiernas madreselvas, ¡ cuán dulcemente vamos ! Yo leo, o canto, o
digo versos al cielo. Platero mordisquea la hierba escasa de los
vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las vinagreras
amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yo lo dejo...
El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos
en arrobamiento, se levanta, sobre los almendros cargados, a sus
últimas glorias. Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla. En el
río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes la
compacta humareda de un incendio hincha sus redondas nubes negras.
Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un
día suave e indefenso, en medio de la vida múltiple. ¡ Ni la
apoteosis del cielo, ni el ultramar a que va el río, ni siquiera la
tragedia de las llamas.
Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el
hierro alegre y fresco de la noria, Platero rebuzna y retoza
alegremente. ¡ Qué sencillo placer diario ! Ya en la alberca, yo
lleno mi vaso y bebo aquella nieve líquida. Platero sume en el agua
umbría su boca, y bebotea, aquí y allá, en lo más limpio,
avaramente...
L V I I
I - LOS GALLOS
No sé a qué comparar el malestar aquél,
Platero... Una agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la
bandera de nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí.
Tal vez una bandera española sobre el cielo azul de una plaza de
toros... mudéjar..., como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y
amarillo de disgusto, como en los libros de Galdós, en las muestras
de los estancos, en los cuadros malos de la otra guerra de África...
. Un malestar como el que me dieron siempre las barajas de naipes
finos con los hierros de los ganaderos en los oros, los cromos de
las cajas de tabacos y de las cajas de pasas, las etiquetas de las
botellas de vino, los premios del colegio del Puerto, las estampitas
del chocolate...
¿ A qué iba yo allí o quién me llevaba ? Me
parecía el mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la
banda de Modesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a
tabaco...
Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri,
ese torero gordo y lustroso de Huelva... La plaza del reñidero era
pequeña y verde; y la limitaban, desbordando sobre el aro de madera,
caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en
matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la
carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos...
Hacía calor y todo - ¡ tan pequeño: un mundo de gallos !- estaba
cerrado.
Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban
sin cesar, dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos
humos azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias
flores carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose,
en saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con
los espolones con limón... o con veneno. No hacían ruido alguno, ni
veían, ni estaban allí siquiera...
Pero y yo, ¿ por qué estaba allí y tan mal ? No
sé... De vez en cuando, miraba con infinita nostalgia, por una lona
rota que, trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la
Ribera, un naranjo sano que en el sol puro de fuera aromaba el aire
con su carga blanca de azahar... ¡ Qué bien - perfumaba mi alma- ser
naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto ! ... Y, sin embargo,
no me iba...
L I X -
ANOCHECER
En el recogimiento pacífico y rendido de los
crepúsculos del pueblo, ¡ qué poesía cobra la adivinación de lo
lejano, el confuso recuerdo de lo apenas conocido ! Es un encanto
contagioso que retiene todo el pueblo como enclavado en la cruz de
un triste y largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las
frescas estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas- ¡ Oh
Salomón !- tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturrean por
lo bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en los zaguanes, las
viudas piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de los
corrales. Los niños corren, de una sombra a otra, como vuelan de un
árbol a otro los pájaros...
Acaso, entre la luz umbría que perdura en las
fachadas de cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer
las farolas de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas,
dolientes - un mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas,
un ladrón acaso- , que contrastan, en su oscura apariencia medrosa,
con la mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el
las cosas conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el misterio de
las puertas sin luz, se habla de unos hombres que «sacan el unto a
los niños para curar a la hija del rey, que está hética»...
L X - EL
SELLO
Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se
abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de
tinta morada, como un pájaro en su nido. ¡ Qué ilusión cuando,
después de oprimirlo un momento contra la palma blanca, fina y malva
de mi mano, aparecía en ella la estampilla: Francisco Ruiz, Moguer.
¡ Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del
colegio de don Carlos !. Con una imprentilla que me encontré arriba,
en el escritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi nombre.
Pero no quedaba bien, y sobre todo, era difícil la impresión. No era
como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en un
libro, en la pared, en la carne, su letrero: Francisco Ruiz, Moguer.
Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de
Sevilla, un viajante de escritorio. ¡ Qué embeleso de reglas, de
compases, de tintas de colores, de sellos ! Los había de todas las
formas y tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que me
encontré, encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡ Qué larga
semana aquélla ! ¡ Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche
del correo ! ¡ Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia,
los pasos del cartero ! Al fin, una noche, me lo trajo. Era un breve
aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre... ¡ qué
sé yo ! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla, nuevecita,
flamante.
¿ Quedó algo por sellar en mi casa ? ¿ Qué no era
mío ? Si otro me pedía el sello - ¡ cuidado, que se va a gastar !- ,
¡ qué angustia ! Al día siguiente, con qué prisa alegre llevé al
colegio todo, libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero:
Juan Ramón Jiménez, Moguer.
L X I -
LA PERRA PARIDA
La perra de que te hablo, Platero, es la de
Lobato, el tirador.
Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado
muchas veces por el camino de los Llanos... ¿ Te acuerdas ? Aquella
dorada y blanca, como un poniente anubarrado de mayo... Parió cuatro
perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza de las Madres
porque se le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le
diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de
Lobato al puente de las Madres, por la pasada de las Tablas...
Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo
aquel día, entrando y saliendo, asomándose a los caminos,
encaramándose en los vallados, oliendo a la gente... Todavía a la
oración la vieron, junto a la casilla del celador, en los Hornos,
aullando tristemente sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la calle de En medio
a la pasada de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra
durante la noche, y cada una se trajo a un perrito en la boca,
Platero. Y al amanecer, cuando Lobato abrió su puerta, estaba la
perra en un umbral mirando dulcemente a su amo, con todos los
perritos agarrados, en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y
llenas...
L X I I
- ELLA Y NOSOTROS
Platero; acaso
ella se iba - ¿ adónde ?- en aquel tren negro y soleado que, por la
vía alta, cortándose sobre los nubarrones blancos, huía hacia el
norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y
ondeante, goteado todo de sangre de amapolas a las que ya julio
ponía la coronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste - ¿
te acuerdas ?- entristecían un momento el sol y las flores, rodando
vanamente hacia la nada...
¡ Breve cabeza rubia, velada de negro !... Era
como el retrato de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla.
Tal vez ella pensara: - ¿ Quiénes serán ese
hombre enlutado y ese burrillo de plata ?
¡ Quiénes habíamos de ser ! Nosotros..., ¿
verdad, Platero ?
L X I I
I - GORRIONES
La mañana de Santiago está nublada de blanco y
gris, como guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos
quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.
¡ Los gorriones !
Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡
cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de
los picos ! éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el
otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del
pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores
casi secas, que el día pardo aviva.
¡ Benditos pájaros, sin fiesta fija ! Con la
libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una
dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales
obligaciones, sin esos
olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres
hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más Dios que lo
azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa
cuando se les antoja;
presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir
sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de
sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin
nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes, ¡ las pobres gentes !, se
van a misa los domingos, cerrado las puertas, ellos, en un alegre
ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía
fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún
poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas
conmigo ?- los contemplan fraternales.
L X I V
- FRASCO VÉLEZ
Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en
la plazoleta de los Escribanos el bando del alcalde:
«Todo Can que transite por los andantes de esa
Noble Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será
pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.»
Eso quiere decir, Platero, que hay perros
rabiosos en el pueblo. Ya ayer noche, he estado oyendo tiros y más
tiros de la «Guardia municipal nocturna consumera volante», creación
también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los
Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y
ventanas, que no hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde
actual, así como el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca
la soledad que dejan sus tiros, para pasar su aguardiente de pita y
de higo. Pero, ¿ y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso ?
¡ No quiero pensarlo, Platero !
L X V -
EL VERANO
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y
morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un
pino, que nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso
sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en
su ardor, espectral.
Están los jarales bajos constelados de sus
grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con
las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los
pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se
eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para
asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por
naranjas...
Cuando llegamos a la sombra del nogal grande,
rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo
crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos,
las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la
suya, como si fuese agua.
L X V I
- FUEGO EN LOS MONTES
¡ La campana gorda !... Tres... cuatro toque... -
¡ Fuego !
Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por
la negra angostura de la escalerilla de madera, hemos subido, en
alborotado silencio afanoso, a la azotea.
... ¡ En el campo de Lucena !- grita Anilla, que
ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la
noche... - ¡ Tan, tan, tan, tan ! Al llegar afuera - ¡ qué respiro
!- la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla los oídos
y nos aprieta el corazón.
- Es grande, es grande... Es un buen fuego...
Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama
distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte
negro y bermellón, igual a aquella «Caza» de Piero di Cosimo, en
donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A
veces brilla con mayor brío; otras lo rojo se hace casi rosa, del
color de la luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, y
se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento
eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul,
sobre las Monjas... Estoy conmigo...
Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral,
me trae a la realidad... Todos han bajado... Y en el escalofrío, con
que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere,
siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía
en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo -
Oscar Wilde, moguereño- , ya un poco viejo, moreno y con rizos
canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un
pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos
reventaban de largas cerillas de Gibraltar...
L X V I
I - EL ARROYO
Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que
vamos a la dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros
amarillos, unas veces como es, al lado del pozo ciego de su prado,
con sus amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en
superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento, a
lugares remotos, no existentes o sólo sospechados.
Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló
sonriendo, como un vilano al sol, con el encanto de los primeros
hallazgos, cuando supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo
arroyo que parte el camino de San Antonio por su bosquecillo de
álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, se llegaba
aquí; que echando un barquito de corcho allí, en los álamos en
invierno, venía hasta estos granados, por debajo del puente de las
Angustias, refugio mío cuando pasaban toros...
¡ Qué encanto éste de las imaginaciones de la
niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido ! Todo va y
viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como
estampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego, mirando
tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma
la carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor
cierta y poniéndola en una orilla verdadera, la poesía que luego
nunca más se encuentra, del alma iluminada.
L
X V I I I - DOMINGO
La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta,
cercana ya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta
como si todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo
ya, parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo
florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para
ver la procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡ Qué paz !
¡Qué pureza ! ¡ Qué bienestar ! Dejo a Platero en el prado alto, y
yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer.
Omar Khayyám...
En el silencio que queda entre dos repiques, el
hervidero interno de la mañana de setiembre cobra presencia y
sonido. Las avispas orinegras vuelen en torno de la parra cargada de
sanos racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con
las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de
colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de
luz.
De vez en cuando, Platero deja de comer, y me
mira... Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero...
L X I X
- EL CANTO DEL GRILLO
Platero y yo conocemos bien, de nuestras
correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es
vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco
a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera
buscando la armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las
estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor
melodioso de cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren
del todo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura
y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el
canto del grillo se exalta, llena todo el campo, es cual la voz de
la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio,
cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros
cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el
mundo y duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de
su sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de la tapia, anda
extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo
mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia
candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna, suspirando
al viento de las dos, de las tres, de las cuatro... El canto del
grillo, de tanto sonar, se ha perdido...
¡ Aquí está ! ¡ Oh canto del grillo por la
madrugada, cuando, corrido de escalofríos, Platero y yo nos vamos a
la cama por las sendas blancas de relente ! La luna se cae, rojiza y
soñolienta. Ya el canto está borracho de luna, embriagado de
estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes
nubes luctuosas, bordeadas de la malva azul y triste, sacan el día
de la mar, lentamente...
L X X -
LOS TOROS
¿ A que no sabes, Platero, a qué venían esos
niños ? A ver si yo les dejaba que te llevasen para pedir contigo la
llave en los toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he
dicho que no lo piensen siquiera...
¡ Venían locos, Platero ! Todo el pueblo está
conmovido con la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y
desentonada, ante las tabernas; van y vienen coches y caballos calle
Nueva arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están
preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a los
niños, para la cuadrilla. Los patios quedan sin flores, para las
presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las
calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a
cuadra y a aguardiente...
A eso de las dos, Platero, en ese instante de
soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y
presidentas se están vistiendo, tú y yo saldremos
por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el
año pasado...
¡ Qué hermoso el campo en estos días de fiesta en
que todos lo abandonan ! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un
viejecito se inclina sobre el cepa agria, sobre el regato puro... A
lo lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el
redondo vocerío, las palmas, la música de la plaza de toros, que se
pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar... Y el alma,
Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud de su
sentimiento, del cuerpo grande y sano de la naturaleza que,
respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su
hermosura resplandeciente y eterna.
L X X I
- TORMENTA
Miedo, Aliento contenido. Sudor frío. El terrible
cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.)
Silencio... El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento
cierra los ojos. Más silencio... El trueno, sordo, retumbante,
interminable, como un bostezo que no acaba del todo, como una enorme
carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente,
la mañana desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil - flores,
pájaros- desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la ventana
entreabierta, a Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente,
entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios,
fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que
parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio,
cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la
vendimia, vacío, de prisa.
¡ Ángelus ! Un Ángelus duro y abandonado solloza
entre el tronido. ¿ El último Ángelus del mundo ? Y se quiere que la
campana acabe pronto o que suene más, mucho más, que ahogue la
tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que
se quiere... (No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos.
Los niños llaman desde todas partes...
- ¿ Qué será de Platero, tan solo en la indefensa
cuadra del corral ?
L X X I
I - VENDIMIA
Este año, Platero, ¡ qué pocos burros han venido
con uva !.
Es en balde que los carteles digan con grandes
letras: A seis reales. ¿ Dónde
están
aquellos burros de Lucena, de Almonte, de Palos, cargados de oro
líquido, prieto, chorreante, como tú, conmigo, de sangre; aquellas
recuas que esperaban horas y horas mientras se desocupaban los
lagares ? Corría el mosto por las calles, y las mujeres y los niños
llenaban cántaros, orzas, tinajas...
¡Qué alegres en aquel tiempo las bodegas,
Platero, la bodega del Diezmo ! Bajo el gran nogal que cayó el
tejado, los bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco,
sonoro y pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la
pierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y
espumeantes; y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros
daban redondos golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa...
Yo entraba en Almirante por una puerta y salía por la otra - las dos
alegres puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la
otra su estampa de vida y de luz- , entre el cariño de los
bodegueros...
Veinte lagares pisaban día y noche. ¡ Qué locura,
qué vértigo, qué ardoroso optimismo ! Este año, Platero, todos están
con las ventanas tabicadas y basta y sobra con el del corral y con
dos o tres lagareros.
Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre
no vas a estar de holgazán.
... Los otros burros han estado mirando,
cargados, a Platero, libre y vago; y para que no lo quieran mal ni
piensen mal de él, me llego con él a la era vecina, lo cargo de uva
y lo paso al lagar, bien despacio, por entre ellos... Luego me lo
llevo de allí disimuladamente...
L X X I
I I - NOCTURNO
Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia
el cielo, vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La
torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en el errante limbo
violeta, azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del
arrabal, la luna caída, amarilla y soñolienta, se pone, solitaria,
sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la
sombra de sus árboles. Hay un canto roto de grillo, una conversación
sonámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se
deshiciesen las estrellas...Platero, desde la tibieza de su cuadra,
rebuzna tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla
insiste agitada, dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia
Montemayor, rebuzna otro asno... Otro, luego, por el Vallejuelo...
Ladra un perro...
Es la noche tan clara, que las flores del jardín
se ven de su color, como en el día. Por la última casa de la calle
de la Fuente, bajo una roja y vacilante farola, tuerce la esquina un
hombre solitario... ¿ yo ? No, yo, en la fragante penumbra celeste,
móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la sombra,
escucho mi hondo corazón sin par... La esfera gira, sudo0oasa y
blanda...
X X I V
- SARITO
Para la vendimia, estando yo una tarde grana en
la viña del arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntaba
por mí. Iba yo hacia la era, cuando él venia ya vereda abajo:
- ¡ Sarito !
Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia
portorriqueña. Se había escapado de Sevilla para torear por los
pueblos, y venía de Niebla, andando, el capote, dos veces colorado,
al hombro, con hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un
mal disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que por
ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado
ya con un muchacho que le había partido una oreja de un mordisco.
Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no
atreviéndose a acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que
andaba por allí comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente...
L X X V
- ÚLTIMA SIESTA
¡ Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la
del sol de la tarde, cuando me despierto bajo la higuera ! Una brisa
seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia el sudoroso
despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol
viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente
en una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de la
tres suenan las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire.
Oyéndolas, Platero, que me ha robado una gran sandía de dulce
escarcha grana, de pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos
vacilantes, en los que le anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan
otra vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a
la que, de pronto, se le doblaron las alas.... las alas... mis
párpados flojos, que, de pronto, se cerraran...
L X X V
I - LOS FUEGOS
Para
septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el cabezo que
hay detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde
aquella paz fragante que emanaban los nardos de la alberca. Pioza,
el viejo guarda de viñas, borracho en el suelo de la era, tocaba
cara a la luna, hora tras hora, su caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran
sordos estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían
arriba, en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un
instante, rojo, morado, azul, el campo; y otros cuyo esplendor caía
como una doncellez desnuda que se doblara de espaldas, como un sauce
de sangre que gotease flores de luz. ¡ Oh, qué pavos reales
encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué faisanes de
fuego por jardines de estrellas.
Platero, cada vez que sonaba un estallido, se
estremecía, azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio;
y en la claridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre
el cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del
pueblo, subía al cielo constelado la áurea corona giradora del
castillo, poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y
taparse los oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como
alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los
tranquilos pinos en sombra.
L X X V
I I - EL VERGEL
Como hemos venido a la Capital, he querido que
Platero vea El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la
grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados
todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que
abrillanta el riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de
flor caída que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.
¡ Qué frescura y qué olor salen del jardín, que
empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante
de la verja ! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca,
pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus
banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero,
todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de
cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su
gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero,
rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor
tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran,
mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre
nubecillas rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el
vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y
su gran reloj de plata:
- Er burro no puéntra, zeñó.
- ¿ El burro ? ¿ Qué burro ? - le digo yo,
mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma
animal...
- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de
zéee... !
Entonces, ya en la realidad, como Platero «no
puede entrar» por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y
me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de
otra cosa...
L X X V
I I I - LA LUNA
Platero acababa
de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y
volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo
le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en
la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de
setiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de
pinos.
Una gran nube negra, como una gigantesca gallina
que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.
Yo le dije a la luna:
... Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y sacudía, con un
duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra...
L X X I
X - ALEGRÍA
Platero juega con Diana, la bella perra blanca
que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra
gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro,
sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y
Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la
embiste blandamente y la hace rodar
sobre la hierba
en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus
patas, tirando con los dientes de la punta de las espadañas de la
carga.
Con una clavellina o con una margarita en la
boca, se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y
bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡ Con qué
paciencia sufre sus locuras ! ¡ Cómo va despacito, deteniéndose,
haciéndose el tonto, para que ellos no se
caigan ! ¡ Cómo los asusta, iniciando, de
pronto, un trote falso ! ¡ Claras tardes del otoño moguereño !
Cuando el aire puro de
octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo
idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de
campanillas...
L X X X
- PASAN LOS PATOS
He ido a darle agua a Platero. En la noche
serena, toda de nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde
el silencio del corral, un incesante pasar de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la
tempestad marina. De vez en cuando, como si nosotros hubiéramos
ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los ruidos
más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el campo, se
oye clara la palabra de alguno que va lejos...
Platero, de vez en cuando, deja de beber y
levanta la cabeza como yo, como las mujeres de Millet, a las
estrellas, con una blanda nostalgia infinita...
L X X X
I - LA NIÑA CHICA
La niña chica era
la gloria de Platero. En cuanto de la veía venir hacia él, entre las
lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo
dengosa: - ¡ Platero, Plateriiillo !- , el asnucho quería partir la
cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y
otra bajo él, y le pegaba pataditas, le dejaba la mano, nardo
cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes
amarillos: o, cogiéndole las orejas,
que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las variaciones
mimosas de su nombre:- ¡ Platero ! ¡Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡
Platerete ! ¡ Platerucho !
En los largos días en que la niña navegó en su
cuna alba, río abajo,
hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio,
lo llamaba triste: ¡ Plateriiilo !... Desde la casa oscura y llena
de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo.
¡ Oh estío melancólico !
¡ Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro !
Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio ¡ cómo resonaba la campana de
vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria !... Volví por las
tapias, solo y mustio, entré en la casa por la puerta del corral y,
huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con
Platero.
L X X X
I I - EL PASTOR
En la colina, que la hora morada
va tornando oscura y medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde
ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el temblor de Venus.
Enredadas en las flores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma
las exalta hasta darles forma en la sombra en que están perdidas,
tintinean paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso
un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido.
-Zeñorito, zi eze gurro juera mío...
El chiquillo, más moreno y más idílico
en la hora dudosa, recogiendo en los ojos rápidos cualquier
brillantez del instante, parece uno de aquellos mendiguillos que
pintó Bartolomé Esteban, el buen sevillano.
Yo le daría el burro... Pero ¿qué iba
yo a hacer sin ti, Platero?
La luna, que sube, redonda, sobre la
ermita de Montemayor, se ha ido derramando suavemente por el prado,
donde aún yerran vagas claridades del día; y el suelo florido parece
ahora de ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas
son más grandes, más inminentes y más tristes; y llora más el agua
del regato invisible...
Y el pastorcillo grita, codicioso, ya
lejos:
- ¡Ayn! Zi eze gurro juera míooo...
L X X X I I I - EL
CANARIO SE MUERE
Mira, Platero, el canario de los niños
ha amanecido hoy muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre
estaba ya muy viejo... El invierno último, tú te acuerdas bien, lo
pasó silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar
esta primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y
abrían las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la
vida nueva, y cantó pero su voz era quebradiza y asmática, como la
voz de una flauta cascada.
El mayor de los niños, que lo cuidaba,
viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a
decir ¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua!
No. No le ha faltado nada, Platero. “Se
ha muerto porque sí” , diría Campoamor, otro canario viejo... ¿habrá
un paraíso de los pájaros? ¿Ha Platero, habrá un vergel verde sobre
el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros
blancos, rosas, celestes, amarillos? Oye, a la noche, los niños, tú
y yo bajaremos el pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena,
y a su pálida plata, el pobre cantor, en la mano cándida de Blanca,
parecerá el pétalo mustio de un lirio amarillento Y lo enterraremos
en la tierra del rosal grande. A la primavera, Platero, hemos de ver
al pájaro salir del corazón de una rosa blanca. El aire fragante se
pondrá canoro, y habrá por el sol de abril un errar encantado de
alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.
L X X X I V- LA
COLINA
¿No me has visto nunca, Platero, echado
en la colina, romántico y clásico a un tiempo? ...Pasan los
toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni siquiera miro.
Llega la noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No sé
cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si estuve nunca. Ya
sabes qué colina digo; la colina roja aquella que se levanta, como
un torso de hombre y de mujer, sobre la viña vieja de Cobano.
En ella he leído cuanto he leído y he
pensado todos mis pensamientos.
En todos los museos vi este cuadro mío,
pintado por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas
a mí, digo a ti o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y
el Poniente.
Me llaman, a ver si voy ya a comer o a
dormir, desde la casa de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me
quedo allí. Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí,
contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba ya muerto; sino en
la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un
libro en la mano, ponerse el sol sobre el río...
L X X X V - EL OTOÑO
Ya el sol, Platero, empieza a sentir
pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que
él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el
suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que
están todas paralelas, apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca arma de
guerra, a la labor alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda
húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un
lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro
rápido caminar.
L X X X V I - EL
PERRO ATADO
La entrada del otoño es para mí,
Platero, un perro atado, ladrando limpia y largamente, en la soledad
de un corral, de un patio o de un jardín, que comienzan con la tarde
a ponerse fríos y tristes... Dondequiera que estoy, Platero, oigo
siempre, en estos días que van siendo cada vez más amarillos, ese
perro atado, que ladra al sol
de ocaso...
Su ladrido me trae, como nada, la
elegía. Son los instantes en que la vida anda toda en el oro que se
va, como el corazón de un avaro en la última onza de su tesoro que
se arruina. Y el oro existe apenas, recogido en el alma avaramente y
puesto por ella en todas partes, como los niños cogen el sol con un
pedacito de espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en
una sola las imágenes de la mariposa y de la hoja seca...
Los gorriones, los mirlos, van subiendo
de rama en rama en el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con
el sol. El sol se torna rosa, malva... La belleza hace eterno el
momento fugaz y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el
perro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la
belleza...
L X X X V I I - LA
TORTUGA GRIEGA
Nos la encontramos mi hermano y yo
volviendo, un mediodía, del colegio por la callejilla. Era en
agosto- ¡aquel cielo azul Prusia, negro casi, Platero!-, y para que
no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que era más cerca...
Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un poco
protegida por la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que
en aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados,
con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes,
gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la regamos, porque
estaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos
en oro y negro...
Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro
Verde y otros que oyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga
griega. Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural,
la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese
nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito
que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es
una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De niños
hicimos con ella algunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio,
le echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca arriba... Una
vez, el Sordito le dio un tiro para que viéramos lo dura que era.
Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que
estaba bebiendo bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se la vea.
Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces,
un nido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio;
come con las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo que
más le gusta es el tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del
corral, y parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola una
rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma para otro siglo...
L X X X V I I I -
TARDE DE OCTUBRE
Han pasado las vacaciones y, con las
primeras hojas amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad.
El sol de la casa, también con hojas caídas, parece vacío, En la
ilusión suenan gritos lejanos y remotas risas...
Sobre los rosales, aún con flor, cae la
tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas,
y el jardín, alzando como una llama de fragancia hacia el incendio
del Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué
hacer. Poco a poco se viene a mí, duda un punto, y, al fin,
confiado, pisando seco y duro en los ladrillos, se entra conmigo por
la casa...
L X X X I X - ANTONIA
El arroyo traía tanta agua, que los
lirios amarillos, firme gala de oro de sus márgenes en el estío, se
ahogaban en aislada dispersión, donando a la corriente fugitiva,
pétalo a pétalo, su belleza...
¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con
aquel traje dominguero?. Las piedras que pusimos se hundieron en el
fango. La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los
chopos, a ver si por allí podía... No podía... Entonces yo le ofrecí
a Platero, galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se encendió
toda, que mando su arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el
contorno de su mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente,
contra un árbol... Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo
rosa de estambre, corrió un punto y, ágil como una galga, se
escarranchó sobre Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus
duras piernas, que redondeaban, en no sospechada madurez, los
círculos rojos y blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y, dando
un salto seguro, se clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla,
entre cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le taconeara en la
barriga, salió trotando por el llano, entre el reír de oro y plata
de la muchacha morena sacudida.
...Olía a lirio, a agua, a amor. Cual
una corona de rosas con espinas, el verso que Shakespeare hizo decir
a Cleopatra, me ceñía, redondo, el pensamiento:
¡O happy horse, ro bear the weight of Antony!
-¡Platero!- le grité, al fin, iracundo,
violento y desentonado...
X C - EL RACIMO
OLVIDADO
Después de las largas lluvias de
octubre, en el oro celeste del día abierto, nos fuimos todos a las
viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de las niñas en
un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna,
blanca y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo renovado!
Iban los arroyos rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras,
y en los chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se
veían ya los pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una tras otra,
corrieron, gritando:
-¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!
En una cepa vieja, cuyos largos
sarmientos enredados mostraban aún algunas renegridas y carmíneas
hojas secas, encendía el picante sol un claro y sano racimo de
ámbar, brilloso como la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían!
Victoria, que lo cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo
pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria que presta al
hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le
di una a Victoria, una a Blanca, una a Lola, una a Pepa-¡los
niños!-, y la última, entre risas y palmas unánimes, a Platero, que
la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
X C I - ALMIRANTE
Tú no lo conociste. Se lo llevaron
antes que tú vinieras. De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla
con su nombre sigue sobre el pesebre que fue suyo, en el que están
su silla, su bocado y su cabestro.
¡Qué ilusión cuando entró en el corral
por vez primera, Platero! Era marismeño y con él venía a mí un
cúmulo de fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era!
Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y
galopaba por las marismas levantando las bandadas de grajos que me
rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera y
entraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi casa
monsieur Dupont, el de las bodegas de San Juan, su fusta en la mano.
Dejó sobre el velador de la salita unos billetes y se fue con
Lauro hacia el corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi
pasar por la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchado en
su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el corazón
encogido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no
sé qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del
pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.
Sí, Platero. ¡ Qué buenos amigos
hubierais sido Almirante y tú!
X C I I - VIÑETA
Platero, en los húmedos y blandos
surcos paralelos de la oscura haza recién arada, por los que corre
ya otra vez un ligero brote de verdor de las semillas removidas, el
sol, cuya carrera es ya tan corta, siembra, al ponerse, largos
regueros de oro sensitivo. Los pájaros frioleros se van, en grandes
y altos bandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda ramas
enteras de sus últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos el alma,
Platero. Ahora tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y
noble. Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro
abierto, propicio en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento
solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y
susurrante, cobijó, no hace un mes aún, nuestra siesta. Solo,
pequeño y seco, se recorta, con un pájaro negro entre las hojas que
le quedan, sobre la triste vehemencia amarilla del rápido Poniente.
X C I I I - LA ESCAMA
Desde la calle de la Aceña, Platero,
Moguer es otro pueblo. Allí empieza el barrio de los marineros. La
gente habla de otro modo, con términos marinos, con imágenes libres
y vistosas. Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y fuman
buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre
sobrio, seco y sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un
hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de
la Ribera!
Granadilla, la hija del sacristán de
San Francisco, es de la calle del Coral. Cuando vienen algún día a
casa, deja la cocina vibrando de su viva charla gráfica. Las
criadas, que son una de la Friseta, otra del Monturrio, otra de los
Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla;
habla de tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de
seda, de plata, de oro... Luego sale taconeando y contoneándose,
ceñida su figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de
espuma...
Las criadas se quedan comentando sus
palabras de colores. Veo a Montemayor mirando una escama de pescado
contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano... Cuando le
pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se
ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama;
la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad,
que se lo ha dicho Granadilla...
X C I V -
PINITO
¡Eese!... !Eese!... ¡Eese!...
¡... maj tonto que Pinitooo!...
Casi se me había olvidado quién era
Pinito. Ahora, Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los
vallados de arena roja un incendio más colorado que caliente, la voz
de ese chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo
la cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra
vez. Apenas puedo recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil,
con un resto de belleza en su sucia fealdad; mas, al querer fijar
mejor su imagen, se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y
ya no sé tampoco si lo que pensaba era de él... Quizá iba corriendo
casi en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado
por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo
y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de
viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los
montones de basura y con los mendigos forasteros.
-... maj tonto que Pinitooo!... ¡Eese!...
¡Qué daría yo, Platero, por haber
hablado una vez sola con Pinito, El pobre murió, según dice la
Macaria, de una borrachera, en casa de las Colillas, en la gavia del
Castillo, hace ya mucho tiempo, cuando era yo niño aún, como tú
ahora, Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo cómo
era, ya sabes que, según ese chiquillo, hijo de una madre que
lo conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
X C V - EL RÍO
Mira, Platero, cómo han puesto el río
entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua
roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y
amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas
de juguete.
¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los
vinateros, laúdes, bergantines, faluchos-El Lobo, La joven Eloísa,
el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre
Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón-, ponían sobre
el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles-¡sus palos
mayores, asombro de los niños!-; o iban a Málaga, a Cádiz, a
Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las
lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus
nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de
carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones,
anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo ha
envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los
ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el falucho,
el bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el
aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un
muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río,
color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella,
desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como
una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi
pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.
X C V I - LA GRANADA
¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me
la ha mandado Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las
Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del
agua que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a
comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto amargo y seco
el de la piel, dura y agarrada como una raíz a la tierra! Ahora, el
primer dulzor, aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen
pegados a la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano,
completo, con sus velos finos, el exquisito tesoro de amatistas
comestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reina
joven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con qué
fruición se pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja!
Espera, que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del
ojo perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio.
¡Se acabó!
Yo ya no tengo granados, Platero. Tú no
viste los del corralón de la bodega de la calle de las Flores.
Ibamos por las tardes... Por las tapias caídas se veían los corrales
de las casas de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el
campo, y el río. Se oía el toque de las cornetas de los carabineros
y la fragua de Sierra... Era el descubrimiento de una parte nueva
del pueblo que no era la mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol
y los granados se incendiaban como ricos tesoros, junto al pozo en
sombra que desbarataba la higuera llena de salamanquesas...
¡Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadas abiertas al
sol grana del ocaso! ¡Granadas del huerto de las Monjas, de la
cañada del Peral, de Sabariego, con los reposados valles hondos con
arroyos donde se queda el cielo rosa, como en mi pensamiento, hasta
bien entrada la noche!
X C V I I - EL
CEMENTERIO VIEJO
Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te he
metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea el
enterrador. Ya estamos en el silencio... Anda...
Mira, éste es el patio de San José. Ese rincón umbrío y verde, con
la verja caída, es el cementerio de los curas... Este patinillo
encalado que se funde, sobre el Poniente, en el sol vibrante de las
tres, es el patio de los niños... Anda... El Almirante... Doña
Benita... La zanja de los pobres, Platero... ¡Cómo entran y salen
los gorriones de los cipreses! ¡Míralos qué alegres! Esa abubilla
que ves ahí, en la salvia, tiene el nido en un nicho... Los niños
del enterrador. Mira con qué gusto se comen su pan con manteca
colorada... Platero, mira esas dos mariposas blancas...
El patio nuevo... Espera... ¿Oyes? Los cascabeles... Es el coche de
las tres, que va por la carretera a la estación... Esos pinos son
los del Molino de viento... Doña Lutgarda... El capitán... Alfredito
Ramos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una tarde de
primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con Antonio Rivero...
¡Calla...! El tren de Riotinto que pasa por el puente... Sigue... La
pobre Carmen, la tísica, tan bonita, Platero... Mira esa rosa con
sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no pudo con sus ojos
negros... Y aquí, Platero, está mi padre...
Platero...
X C V I I I - LIPIANI
Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la escuela.
Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días los lleva
Lipiani a lo del padre Castellano; otros, al puente de las
Angustias; otros, a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de
humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.
Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara-ya sabes lo que
es desasnar a un niño, según palabra de nuestro alcalde- ;pero me
temo que te murieras de hambre. Porque el pobre Lipiani, con el
pretexto de la hermandad en Dios y aquello de que los niños se
acerquen a mí, que él explica a su modo, hace que cada niño reparta
con él su merienda, las tardes de campo, que él menudea, y así se
come trece mitades él solo.
¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazos mal
vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la ardorosa fuerza de
esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani, contoneando su mole
blanda en el ceñido traje canela de cuadros, que fue de Boria,
sonriente su gran barba entrecana con la promesa de la comilona bajo
el pino... Se queda el campo vibrando a su paso como un metal
policromo, igual que la campana gorda que ahora, calladas ya a sus
vísperas, sigue zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro
verde, en la torre de oro desde donde ella ve la mar.
X C I X - EL CASTILLO
¡Qué bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica luz de
otoño, como una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir por aquí,
porque desde esta cuesta en soledad se ve bien el ponerse del sol y
nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos a nadie...
Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los muros
sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que nadie
vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla y de
su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas siempre
de negro. En esta gavía es donde se murió Pinito y donde estuvo dos
días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones cuando
vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo has visto,
confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros
entran por aquí de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.
...Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y
decadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo.
Mira las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al
manifestarse, grande y grana, como un dios visible, atrae a él el
éxtasis de todo y se hunde, en la raya de mar que está detrás de
Huelva, en el absoluto silencio que le rinde el mundo; es decir,
Moguer, su campo, tú y yo, Platero.
C - LA PLAZA VIEJA DE
TOROS
Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la visión
aquella de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde... de...,
que se quemó, yo no sé cuándo...
Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de haber visto-
¿o fue en una estampa de las que venían en el chocolate que me daba
Manolito Flórez?- unos perros chatos, pequeños y grises, como de
maciza goma, echados al aire por un toro negro... Y una redonda
soledad absoluta, con una alta hierba muy verde... Sólo sé cómo era
por fuera, digo por encima; es decir, lo que no era plaza... Pero no
había gente... Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino,
con la ilusión de estar en una plaza de toros buena y verdadera,
como las de aquellas estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer
de agua que se venía encima, se me entró, para siempre, en el alma,
un paisaje lejano de un rico verdor negro, a la sombra, digo, al
frío del nubarrón, con el horizonte de pinares recortado sobre una
sola y leve claridad corrida y blanca, allá sobre el mar...
Nada más... ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo fue? No
lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero... Pero todos me responden
cuando les hablo de -Sí; la plaza del Castillo, que se quemó...
Entonces sí que venían toreros de Moguer...
C I - EL ECO
El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien por él. De
vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí el paso y se
suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que, en sus
correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, el bandido...
La roca roja está contra el naciente y, arriba, alguna cabra
desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del
anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca agosto, coge
pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las piedras
que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, o por levantar
el agua en un remolino estrepitoso.
...He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al algarrobo
que cierra la entrada del prado negro todo de sus alfanjes secos; y
aumentando mi boca con mis manos, he gritado contra la roca:
“¡Platero!”
La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por el contagio del
agua próxima, ha dicho: “¡Platero!”
Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y fortaleciéndola,
y con un impulso de arrancar, se ha estremecido.
“¡Platero!”, he gritado de nuevo a la roca.
La roca de nuevo ha dicho: “¡Platero!”
Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangando el labio, ha
puesto un interminable rebuzno contra el cenit.
La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un rebuzno
paralelo al suyo, con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar.
La roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se ha cerrado como
un día malo, ha empezado a dar vueltas con el testuz o en el suelo,
queriendo romper la cabezada, huir, dejarme solo, hasta que me lo he
ido trayendo con palabras bajas, y poco a poco su rebuzno se ha ido
quedando solo en su rebuzno, entre las chumberas.
C I I - SUSTO
Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia
sobre el mantel de nieve y los geranios rojos y las pintadas
manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel sencillo
idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños
discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho blanco al
pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo.
Por la ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba,
dura y fría. De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los
brazos de la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un
estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras ella, con un raudo
alborotar, mirando espantados a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca,
agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba,
quieto y triste, el dulce comedor encendido.
C I I I -
LA FUENTE VIEJA
Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul, siendo
blanca, en la aurora; de oro o malva en la tarde, siendo blanca;
verde o celeste, siendo blanca en la noche; la Fuente vieja,
Platero, donde tantas veces me has visto parado tanto tiempo,
encierra en sí, como una clave o una tumba, toda la elegía del
mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera. En ella he
visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales todas. Cada vez que
una fuente, un mausoleo, un pórtico me desvelaron con la insistente
permanencia de su belleza, alternaba en mi duermevela su imagen con
la imagen de la Fuente vieja. De ella fui a todo. De todo torné a
ella. De tal manera está en su sitio, tal armoniosa sencillez la
eterniza, el color y la luz son suyos tan por entero, que casi se
podría coger de ella en la mano, como su agua, el caudal completo de
la vida. La pintó Böcklin sobre Grecia; fray Luis la tradujo;
Beethoven la inundó de alegre llanto; Miguel Ángel se la dio a
Rodin.
Es la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es la
realidad y es la alegría; es la muerte. Muerta está ahí, Platero,
esta noche, como una carne de mármol entre el oscuro y blando verdor
rumoroso; muerta, manando de mi alma el agua de mi eternidad.
C I V - CAMINO
¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece que los
árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y en el
cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él. Mira ese chopo:
parece Lucía, la muchacha titiritera del circo, cuando, derramada la
cabellera de fuego en la alfombra, levanta, unidas, sus finas
piernas bellas, que alarga la malla gris. Ahora, Platero, desde la
desnudez de las ramas, los pájaros nos verán entre las hojas de oro,
como nosotros los veíamos a ellos entre las hojas verdes, en la
primavera. La canción suave que antes cantaron las hojas arriba, ¡en
qué seca oración arrastrada se ha tornado abajo! ¿ Ves el campo,
Platero, todo lleno de hojas secas? Cuando volvamos por aquí, el
domingo que viene, no verás una sola. No sé dónde se mueren. Los
pájaros, en su amor de la primavera, han debido de decirles el
secreto de ese morir bello y oculto, que no tendremos tú ni yo,
Platero...
C V - PIÑONES
Ahí viene, por
el
sol de la calle Nueva, la chiquilla de los
piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y para
mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero. Noviembre
superpone invierno
y verano en días dorados y azules. Pica el sol, y
las venas se hinchan
como sanguijuelas,
redondas y azules...
Por las blancas calles tranquilas y limpias pasa el liencero de la
Mancha con su fardo gris al hombro; el quincallero de Lucena, todo
cargado de luz amarilla, sonando su tin tan que recoge en cada
sonido el sol... Y, lenta, pegada a la pared, pintando con cisco, en
larga raya, la cal, doblada con su espuerta, la niña de la
Arena, que pregona larga y sentidamente: “¡A loj tojtaiiitoooj
piñoneee...!”
Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre sonrisas
de llama, meollos escogidos. Los niños que van al colegio, van
partiéndolos en los umbrales con una piedra... Me acuerdo que,
siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano, en los Arroyos, las
tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de piñones
tostados, y
toda mi ilusión era llevar la navaja con que los partíamos, una
navaja de cabo de nácar, labrada en forma de pez, con dos ojitos
correspondidos de rubí, al través de los cuales se veía la torre
Eiffel... ¡Qué gusto tan
bueno dejan en la boca los piñones
tostados, Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente uno con
ellos seguro en el sol de la estación fría, como
hecho ya monumento
inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de
invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el
Manquito, el mozo de los coches...
C V I - EL TORO HUIDO
Cuando llego yo, con Platero, al
naranjal, todavía la sombra está en la cañada, blanca de la uña de
león con escarcha. El sol aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido,
sobre el que la colina de chaparros dibuja sus más finas aulagas...
De cuando en cuando, un blando rumor ancho y prolongado me hace
alzar los ojos. Son los estorninos, que vuelven a los olivares, en
largos bandos, cambiando en evoluciones ideales...
Toco las palmas... El eco... ¡Manuel! .... Nadie... De pronto, un
rápido rumor grande y redondo... El corazón late con un
presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con Platero, en la
higuera vieja... Sí, ahí va. Un toro colorado pasa, dueño de la
mañana, olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que
encuentra. Se para un momento en la colina y llena el valle, hasta
el cielo, de un lamento corto y terrible. Los estorninos, sin miedo,
siguen pasando con un rumor que el latido de mi corazón ahoga, sobre
el cielo de rosa. En una polvareda, que el sol que asoma ya toca de
cobre, el toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y
luego, soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuesta
arriba, los cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y
se pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la deslumbrante aurora,
ya de oro puro.
C V I I - IDILIO DE
NOVIEMBRE
Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su blanca carga de
ramas de pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura
rendida. Su paso es menudo, unido, como el de la señorita del circo
en el alambre, fino, juguetón... Parece que no anda. En punta las
orejas, se diría un caracol debajo de su casa. Las ramas verdes,
ramas que, erguidas, tuvieron cuervos- ¡qué horror !, ¡ahí han
estado, Platero!- , se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las
sendas secas del crepúsculo. Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y
en el campo, que va ya a diciembre, la tierna humildad del burro
cargado empieza, como el año pasado, a parecer divina...
C V I I I - LA YEGUA
BLANCA
Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las Flores,
ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos
niños gemelos, estaba muerta la
yegua blanca del Sordo. Unas
chiquillas casi desnudas la rodeaban, silenciosas.
Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó
esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya
sabes que la pobre era tan vieja como don Julián y tan torpe. No
veía, ni oía, y apenas podía andar... A eso del mediodía, la yegua
estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado, cogió un
rodrigón y la
quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó
con la hoz. Acudió la gente y , entre maldiciones y bromas, la
yegua. salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos
la seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la
remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella: “¡Dejadla
morir en paz!”, como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero;
pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría ya
ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciego en su
vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su blancura
era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el
cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba todo de
levísimas nubecillas de rosa...
C I X - CENCERRADA
Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camila iba vestida
de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y el puntero, a un
cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto en una mano
y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de
dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la
Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa. Delante
iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro negro, con un
pendón. Detrás, todos los chiquillos de la calle de Enmedio, de la
calle de la Fuente, de la Carretería, de la plazoleta de los
Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello, tocando latas,
cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica
armonía, en la luna llena de las calles. Ya sabes que doña Camila es
tres veces viuda y que tiene sesenta años, y que Satanás, viudo
también, aunque una sola vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto
de setenta vendimias. ¡Habrá que oírlo esta noche detrás de los
cristales de la casa cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su
nueva esposa, en efigie y en romance!
Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se irá
llevando del altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las
imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá unas
noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, só1o quedarán la luna
llena y el romance...
C X - LOS GITANOS
Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre,
derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡Qué bien lleva su
pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo
de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de
blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre,
tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los
gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas y sus burros
moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor. ¡Los burros,
Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta, sintiendo a
los gitanos desde, los corrales bajos! (Yo estoy tranquilo por
Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían los gitanos que
saltar medio pueblo, y, además, porque Rengel, el guarda, me
quiere y lo quiere a él.) Pero, por amedrentarlo en broma, le digo,
ahuecando y poniendo negra la voz:
-¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a
llevar!
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la
cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y
cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y
de éste al corral, como una flecha, rompiendo-¡brutote!-, en su
corta fuga, la enredadera azul.
C X I - LA LLAMA
Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardar etiquetas. El
casero se siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos. Alí, su
perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada, Platero!..
“¡Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja!”
¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujer desnuda alguna
pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, que
brazos, qué piernas resistirían la comparación con estas desnudeces
ígneas? Tal vez no tenga la Naturaleza muestra mejor que el fuego.
La casa está cerrada y la noche fuera y sola; y, sin embargo,
!cuánto más cerca que el campo mismo estamos, Platero, de la
Naturaleza, en esta ventana abierta al antro plutónico! El fuego es
el universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre
de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas
las memorias de la sangre. Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira
cómo Alí, casi quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos
abiertos. ¡Qué alegría! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas
de sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en juego
fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito
encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa.
Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared, en el
suelo, en el techo.
¡Qué locura, qué embriaguez, qué gloria! El mismo amor parece muerte
aquí, Platero.
C X I I - CONVALECENCIA
Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de convaleciente,
blando de alfombras y tapices, oigo pasar por la calle nocturna,
como en un sueño con relente de estrellas, ligeros burros que
retornan del campo, niños que juegan y gritan. Se adivinan cabezotas
oscuras de asnos, y cabecitas finas de niños que, entre los
rebuznos, cantan, con cristal y plata, coplas de Navidad. El pueblo
se siente envuelto en una humareda de castañas tostadas, en un vaho
de establos, en un aliento de hogares en paz... Y mi alma se
derrama, purificadora, como si un raudal de aguas celestes le
surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡Anochecer de
redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a un tiempo, llena de
claridades infinitas !Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican
entre las estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que,
en este instante de cielo cercano, parece que está muy lejos... Yo
lloro, débil, conmovido y solo, igual que Fausto...
C X I I I - EL BURRO
VIEJO
...En fin, anda tan cansado que a cada paso se pierde...
(El potro rucio del Alcayde de los Vélez. Romancero GENERAL.)
No sé cómo irme de aquí, Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre, sin
guía y sin amparo?
Ha debido de salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni nos ve.
Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajo las nubes
blancas, alumbrada su seca miseria mohina, que llenaban de islas
vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno a la belleza prodigiosa
del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como sin oriente, cojo
de todas las patas, y se volvía otra vez al mismo sitio. No ha hecho
más que mudar de lado. Esta mañana miraba al Poniente y ahora mira
al Naciente. ¡Qué traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese
pobre amigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la
primavera. ¿O es que está muerto, como Bécquer, y sigue en pie, sin
embargo? Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el cielo del
anochecer.
Ya lo ves... Lo he querido empujar y no arranca... Ni atiende a las
llamadas... Parece que la agonía lo ha sembrado en el suelo...
Platero, se va a morir de frío en ese vallado alto, esta noche,
pasado por el Norte... No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer.
Platero...
C X I V - EL ALBA
En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven
las primeras rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto
de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en
la luz celeste que entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso
también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vez de caer
en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros
que van, todavía de noche, por la dura escarcha de los caminos
solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de uno de esos
gitanos astrosos que pintan los burros y les dan arsénico y les
ponen alfileres en las orejas para que no se les caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me
importa? En la ternura del amanecer,
su recuerdo me es grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él
tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi
pensamiento.
C X V - FLORECILLAS
A MI MADRE
Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con un delirio
de flores. Por no sé qué asociación, Platero, con las estrellitas de
colores de mi sueño de entonces, niño pequeñito, pienso, siempre que
lo recuerdo, que las flores de su delirio fueron las verbenas,
rosas, azules, moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de
colores de la cancela del patio, por los que yo miraba azul o grana
la luna y el Sol, inclinada tercamente sobre las macetas celestes o
sobre los arrriates blancos. Y la imagen permanece sin volver la cara
—porque yo no me acuerdo cómo era—,bajo el sol de la siesta de
agosto o bajo las lluviosas tormentas de septiembre.
En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué jardinero
invisible, Platero. El que fuera, debió de llevársela por una vereda
de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino torna ella, en mi
memoria, a mí, que la conservo a su gusto en mi sentir amable,
aunque fuera del todo de mi corazón, como entre aquellas sedas finas
que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas, hermanas
también de los heliotropos caídos del huerto y de las lucecillas
fugaces de mis noches de niño.
C X V I - NAVIDAD
¡La candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y
débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez
de todo azul, con un indefinible amarillor en el horizonte de
Poniente... De pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes
que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blanco como armiño, y
la llama, al fin, que limpia el humo y puebla el aire de puras
lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.
¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas,
azules, se pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y
dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de
diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire
caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y
los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor
de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y
echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va
enrojeciendo, y cantan:
...Camina, María,
camina José...
camina José...
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.
C X V I I - LA CALLE DE
LA RIBERA
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo,
Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre
balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de cristales
de colores! Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas
y lilas, y las campanillas azules engalanan, colgando la verja de
madera, negras por el tiempo, del fondo del patio, delicia de mi
edad primera. Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se
ponían por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios
azules, en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que me
parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la costumbre
del mar, veía yo, allí abajo, el río, con sus listas paralelas de
agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y amarillas;
con un lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las
violentas manchas coloradas en el cielo del Poniente... Después, mi
padre se fue a la calle Nueva, porque los marineros andaban siempre
navaja en mano, porque los chiquillos rompían todas las noches la
farola del zaguán y la campanilla y porque en la esquina hacía
siempre mucho viento...
Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi memoria
aquella noche en que nos subieron a los niños todos, temblorosos y
ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba ardiendo en la
Barra...
C X V I I I - EL INVIERNO
Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve,
Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó
obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de
diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un
Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al
sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y
se queda mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál
corren, felices, los niños bajo ella, recios v colorados, al aire
las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en bullanguero
bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice Darbón,
tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo
corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias,
negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por
la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba.
Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris
que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro
lado.
C X I X - LECHE DE BURRA
La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana de
diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del
pueblo. Pasa vacío el coche de las siete... Me despierta otra vez un
vibrador ruido de los hierros de la ventana... ¿Es que el cielo ha
atado a ella otra vez, como todos los años, su burra? Corren
presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro de lata en el
vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta leche que saca
el ciego a su burra es para los catarrosos. Sin duda, el ciego, como
es ciego, no ve la ruina, mayor, si es posible, cada día, cada hora,
de su burra. Parece ella entera un ojo ciego de su amo... Una tarde,
yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi al ciego
dando palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría
por los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en
un naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que los
juramentos que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón del
Castillo . . . No quería la pobre burra vieja más advientos, y se
defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra, como
Onán, la dádiva de algún burro desahogado... El ciego, que vive su
oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa,
dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra
detuviese, en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina. Y ahí
está la burra, rascando su miseria en los hierros de la ventana,
farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos fumadores,
tísicos y borrachos...
C X X - NOCHE PURA
Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre
cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo,
con su pura agudeza. Todos creen que tienen frío, y se esconden en
las casas y las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú
con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo
solitario. ¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una
torre de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta
estrella! De tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de
niños, que le está rezando a la tierra un encendido rosario de amor
ideal. ¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú
quisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero,
sola, clara y dura!
C X X I - LA CORONA DE
PEREJIL
A ver quien llega antes! El premio era un libro de estampas, que yo
había recibido la víspera, de Viena.
¡A ver quién llega antes a las violetas!... A la una... A las dos...
A las tres!
Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y rosa al
sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que cl esfuerzo
mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta que daba el
reloj de la torre del pueblo. el menudo cantar de un mosquitito en
la colina de los pinos, que llenaban los lirios azules, el venir del
agua en el regato... Llegaban las niñas al primer naranjo, cuando
Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado del juego, se unió a
ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no pudieron protestar
ni reírse siquiera... yo les gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que gana
Platero!” Sí; Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y se
quedó allí, revolcándose en la arena.
Las niñas volvieron, protestando sofocadas, subiéndose las medias,
cogiéndose el cabello: “¡Eso no vale! . ¡Eso no vale! ¡Pues no!
¡Pues no! ¡ Pues no, ea!”
Les dije que aquella carrera la había ganado Platero, y que era
justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro, como Platero
no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas; pero que a
Platero había que darle un premio. Ellas, seguras ya del libro,
saltaban y reían, rojas: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!” Entonces,
acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio
en su esfuerzo, como yo en mis versos. Y cogiendo un poco de perejil
del cajón de la puerta de la casera, hice una corona, y se la puse
en la cabeza, honor fugaz y máximo, como a un lacedemonio.
C X X I I - LOS REYES
MAGOS
¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era
posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, en
una butaca; a otro, en el suelo, al arrimo de la chimenea; a Blanca,
en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre
los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en
el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón
pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico. Antes de la cena,
subí con todos. ¡Qué alboroto por la escalera, tan medrosa para
ellos otras noches! ‘’A mí no me da miedo de la montera, Pepe; ¿y a
ti?’’, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano. Y pusimos
en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora,
Platero, vamos a vestirnos, Montemayor, Tita, María Teresa, Polilla,
Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las
doce pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces
y de luces, tocando almireces, trompetas y el caracol que está en el
último cuarto. Tú irás delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré
unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal, la
bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul...
Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en
jirones, de los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los
cristales, temblorosos y maravillados. Después, seguiremos en su
sueño toda la madrugada, y mañana, cuando, ya tarde, los deslumbre
el cielo azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón,
y serán dueños de todo el tesoro. El año pasado nos reímos mucho.
¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito
mío!
C X X I I I - MONS—URIUM
El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día por la
cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro y que
nombraron los romanos de ese modo brillante y alto. Por él se va,
más pronto que por el cementerio, al Molino de viento. Asoma ruinas
por doquiera, y en sus viñas, los cavadores sacan huesos, monedas y
tinajas. Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró en
mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta
palmera o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya sabes
los dos regalos que nos trajo de América. Los que me gusta sentir
bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos, los que hicieron ese
hormigón del Castillo que no hay pico ni golpe que arruine, en el
que no fue posible clavar la veleta de la Cigüeña, Platero... No
olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe este nombre:
Monsurium, Se me ennobleció de pronto el Monturrio y para
siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡tan triste en mi pobre pueblo!,
halló un engaño deleitable. ¿A quién tenía yo que envidiar ya? ¿Qué
antigüedad, qué ruina—catedral o castillo podría ya retener mi largo
pensamiento sobre los ocasos de la ilusión? Me encontré de pronto
como sobre un tesoro inextinguible. Moguer, Monte de oro, Platero;
puedes vivir y morir contento.
C X X I V - EL VINO
Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan, No. Moguer es
como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año,
bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado septiembre, si
el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de
vino y se derrama casi siempre como un corazón generoso. Todo el
pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso, y suena a
cristal. Es como si el sol se donara en líquida hermosura y por
cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en el recinto
transparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangre buena. Cada
casa es, en cada calle, como una botella en la estantería de Juanito
Miguel o del Realista, cuando el Poniente las toca de sol. Recuerdo
La fuente de la indolencia, de Turner, que parece pintada toda, en
su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguer, fuente de vino que,
como la sangre, acude a cada herida suya, sin término; manantial de
triste alegría que, igual al sol de abril, sube a la primavera cada
año, pero cayendo cada día.
C X X V - LA FÁBULA
Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo, como a la
iglesia, a la Guardia Civil, a los toreros y al acordeón. Los pobres
animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los fabulistas,
me parecían tan odiosos como en el silencio de las vitrinas
hediondas de la clase de Historia Natural. Cada palabra que decían,
digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y amarillo, me parecía
un ojo de cristal, Un alambre de ala, un soporte de rama falsa.
Luego, cuando vi en los circos de Huelva y de Sevilla animales
amaestrados, la fábula, que había quedado, como las planas y los
premios, en el olvido de la escuela dejada, volvió a surgir como una
pesadilla desagradable de mi adolescencia.
Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de quien tú
me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con los animales
parlantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz verdadera del
grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempre dejaba sin leer la
moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma caída del final.
Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido vulgar de
la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario de la
Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo. Tú
tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta
el del ruiseñor. Así, no temas que vaya yo nunca, como has podido
pensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de una fabulilla,
trenzando tu expresión sonora con la de la zorra o el jilguero, para
luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana del apólogo.
No, Platero.
C X X V I - CARNAVAL
¡Qué guapo está hoy Platero! Es
lunes de Carnaval, y los niños, que se han disfrazado vistosamente
de toreros, de payasos y de majos, le han puesto el aparejo moruno,
todo bordado, en rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados
arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van rodando
paralelamente por la acera, al viento agudo de la tarde, y las
máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para las manos
azules. Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de
locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos
cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en
medio de su coro bullanguero y, unidas por las manos, han girado
alegremente en torno de él. Platero, indeciso, yergue las orejas,
alza la cabeza y, como un alacrán cercado por el fuego, intenta,
nervioso, huir por doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no
lo temen y siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los
chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la
plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de
risas, de coplas, de panderetas y almireces...
Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro y se
viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no
quiere nada con los Carnavales... No servimos para estas cosas...
C X X V I I - LEÓN
Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los poyos de
la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa tarde de
febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva diluído en oro,
sobre el hospital, cuando de pronto siento que alguien más está con
nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos se encuentran con las
palabras: don Juan... Y León da una palmadita... Sí, es León,
vestido ya y perfumado para la música del anochecer, con su saquete
a cuadros, sus botas de hilo blanco y charol negro, su descolgado
pañuelo de seda verde y, bajo el brazo, los relucientes platillos.
Da una palmadita y me dice que a cada uno le concede Dios lo suyo;
que si yo escribo en los diarios..., él con ese oído que tiene, es
capaz... “Y a v’osté, don Juan, loj platiyo... El ijtrumento más
difisi... El uniquito que ze toca zin papé...”Si él quisiera
fastidiar a Modesto, con ese oído, pues silbaría, antes que la banda
las tocara, las piezas nuevas. “Ya v’osté... Ca cuá tié lo zuyo...
Ojté ejcribe en loj diario... Yo tengo más juersa que Platero...
Toq’ust’ aquí... “Y me muestra su cabeza vieja y despelada, en cuyo
centro, como la meseta castellana, duro melón viejo y seco, un gran
callo es señal clara de su duro oficio. Da una palmadita, un salto,
y se va silbando, un guiño en los ojos con viruelas, no sé qué
pasodoble, la pieza nueva, sin duda, de la noche. Pero vuelve de
pronto y me da una tarjeta:
LEÓN
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
C X X V I I I - EL MOLINO
DE VIENTO
¡Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y qué alto
ese circo de arena roja! ¿ Era en esta agua donde se reflejaban
aquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño con su imagen de
belleza?
¿Era éste el balcón desde donde yo vi una vez el paisaje más claro
de mi vida, en una arrobadora música del sol? Sí, las gitanas están
y el miedo a los toros vuelve. Está también, como siempre, un hombre
solitario
—¿el mismo, otro? un Caín borracho que dice cosas sin sentido a
nuestro paso, mirando con su único ojo al camino, a ver si viene
gente... y desistiendo al punto... Está el abandono y está la
elegía. pero ¡qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada!
Antes de volverle a ver en él mismo, Platero, creí ver ese paraje,
encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de Böcklin.
yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente al ocaso de otoño,
doblado con sus pinetes en la charca de cristal que socava la
arena... Pero sólo que, ornada de jaramago, una memoria, que no
resiste la insistencia, como un papel de seda al lado de una llama
brillante, en el sol mágico de mi infancia.
C X X I X - LA TORRE
No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡Si fuera la
Giralda de Sevilla! ¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón
del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus
monteras de cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de
añil. Luego, desde el del Sur, que rompió la campana gorda cuando la
subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo, y se ve,
en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro
pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y la
Virgen de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y
allí le toca rías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu
cabeza, saliendo por la puerta del templete. entre los azulejos
blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el asombro de los
niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría
a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo. ¡A cuántos triunfos tienes
que renunciar, pobre Platero! ¡Tu vida es tan sencilla como el
camino corto del Cementerio viejo!
C X X X - LOS BURROS DEL
ARENERO
Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con su picuda
y roja
carga de mojada arena, en la que llevan clavada, como en el corazón,
la vara de acebuche verde con que les pegan...
C X X X I - MADRIGAL
Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista,
tres vueltas en redondo por el jardín, blanca como la leve ola única
de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro
en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través
de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son dos
mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. Hay, Platero,
bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el
rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella es el de la
noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal. Platero,
¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de ser para ella el volar
así! Será como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso,
Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creyera
que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín. Cállate,
Platero...
Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio.
C X X X I I - LA MUERTE
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y
tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se
levantara... El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano
arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo
acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta
la nuca y
meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un
péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un
dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la hierba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le
había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas,
se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa
apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en
una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el
rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres
colores...
C X X X I I I - NOSTALGIA
Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríe en paz,
clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz
última, las afanosas abejas en torno del romero verde y malva, rosa
y oro por el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja
los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la
inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo cristal de
esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las jaras,
que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre
de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír,
sí, sí, yo oigo en el Poniente despejado, endulzando todo el valle
de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero...
C X X X I V - EL
BORRIQUETE
Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal del
pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde
están las cunas olvidadas de los niños. El granero es ancho,
silencioso, soleado. Desde él se ve todo el campo moguereño: el
Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente, embozado en pinos,
Montemayor, con su ermita blanca; tras de la iglesia, el recóndito
huerto de la Piña; en el Poniente, el mar, alto y brillante en las
mareas del estío. Por las vacaciones, los niños se van a jugar al
granero. Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas;
hacen teatros, con periódicos pintados de almagra; iglesias,
colegios...
A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo inquieto
y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!
C X X X V - MELANCOLÍA
Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero,
que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y
paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes
lirios amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula
verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y
reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro
sueño de amor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de
gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me
llenaban de preguntas ansiosas. —¡Platero, amigo!—le dije yo a la
tierra—; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas
sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá,
olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí? , Y, cual
contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no
había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio
en lirio...
C X X X V I - A PLATERO EN
EL CIELO DE MOGUER
Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas
veces —¡sólo mi alma!— por aquellos hondos caminos de nopales, de
malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla de ti ahora que
puedes entenderlo.
Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de nuestros
paisajes moguereños, que también habrá subido al cielo con la tuya;
lleva montada en su lomo de papel a mi alma, que, Caminando entre
zarzas en flor a su ascensión, se hace más buena, más pacífica, más
pura cada día.
Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas
y Ios azahares, llego lento y pensativo, por el naranjal solitario,
al pino que arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de
rosas eternas, me verás detenerme ante los lirios amarillos que ha
brotado tu descompuesto corazón.
C X X X V I I - PLATERO DE
CARTÓN
Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de Los hombres un
pedazo de este libro que escribí en memoria tuya, una amiga tuya y
mía me regaló este Platero de cartón. ¿Lo ves desde ahí? Mira: es
mitad gris y mitad blanco, tiene la boca negra y colorada, los ojos
enormemente grandes y enormemente negros; lleva unas angarillas de
burro con seis macetas de flores
de papel de seda, rosas, blancas y amarillas mueve la cabeza y anda
sobre una tabla pintada de añil, con cuatro ruedas toscas.
Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño a este borrillo
de juguete. Todo el que entra en mi escritorio le dice sonriendo:
“Platero”. Si alguno no lo sabe y me pregunta qué es, le digo yo:
“Es Platero...”
Y de tal manera me ha acostumbrado el nombre al sentimiento,
que ahora yo mismo, aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con
mis ojos. ¿Tú? ¡Qué vil es la memoria del corazón humano! Este
Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo, Platero...
Madrid. 1915.
C X X X V I I I - A PLATERO
EN SU TIERRA
Un momento, Platero, vengo a estar
con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo
contigo... Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y
mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres—ya tú sabes—, y
sobre su desierto estamos en pie, dueños de la mejor riqueza: la de
nuestro corazón.
¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a mí me
basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor
será que no piensen... Así no tendrán en su memoria la tristeza de
mis maldades, de mis cinismos, de mis impertinencias.
¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie más
que tú ha de saber!... Ordenaré mis actos para que el presente sea
toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el sereno porvenir
les deje el pasado del tamaño de una violeta y de su color,
tranquilo en la sombra, y de su olor suave.
Tú, Platero, estás solo en el
pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno,
que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios
perenne, el sol de cada aurora?
Moguer, 1916.
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